SÁBADO DESPUÉS DE CENIZA
NUESTRO AYUDADOR
1.
Es
de noche. Luchamos jadeantes sobre el mar de la vida, y apenas podemos mover
nuestra barquilla. En la orilla está Jesús. Hacia la cuarta vigilia de la
noche, es decir, por la mañana, se celebrará el sacrificio eucarístico.
Entonces subirá Jesús a nuestra barca y la conducirá felizmente hasta la
ansiada ribera (Evangelio). Duro es
el trabajo de la penitencia, del permanecer limpios de pecados e infidelidades,
de la renovación del Bautismo; pero confiemos: en la sagrada Eucaristía
hallaremos la fuerza necesaria para realizar este trabajo cuaresmal.
2.
El trabajo de Cuaresma bien ejecutado,
produce frutos maravillosos. “Si
apartares de ti la cadena (con la cual atas a los demás) y cesares de hablar lo
que no conviene; si te compadecieres del hambriento y consolares al alma
afligida, entonces tu luz brillará en las tinieblas y tus tinieblas
resplandecerán como el claro mediodía. Y el Señor te dará descanso para
siempre. Y llenará tu alma de resplandores. Y serás como un huerto florido y
fecundo. Y levantarás las ruinas acumuladas por los siglos pasados. Y serás el
fundador de generaciones y generaciones. Así lo ha dicho la boca del Señor” (Epístola). Allí, donde vive y obra el verdadero
espíritu de la Cuaresma, afluye sobre el alma, en copioso raudal, la divina
vida de la gracia, de las virtudes y de las buenas obras. El cristiano se
convierte en coedificador del reino de Dios: primero en su propio interior y
después en la santa Iglesia. Se torna colaborador de la salvación y
santificación de todos con su ejemplo, con su oración y con sus méritos. Se
convierte en piedra viva, que ayuda a levantar y construir todo el edificio. Su
trabajo de Cuaresma aprovecha a todos y derrama sobre todos luz, gracia,
arrepentimiento. Nosotros vivimos del todo, y el todo depende de nosotros. ¡Qué
responsabilidad, pues, la nuestra, si no aprovechamos este tiempo de gracia,
que es la Cuaresma! ¡Qué perjuicio para nosotros mismos y para el todo!
Incrustados, como estamos, en la vida espiritual de los demás, no podemos menos
de ser: o colaboradores de su salvación, o destructores; o sembradores de vida,
o causadores de muerte. Aquí no cabe la neutralidad. ¡Tan íntima es la unidad
del cuerpo de Cristo! De ahí la seriedad de la santa Iglesia ante la presencia
de la Cuaresma. ¡Imitémosla nosotros!
La
fuerza y el valor para ejecutar con perfección el trabajo de Cuaresma, nos los da el Señor. Nosotros somos
los Apóstoles del Evangelio de hoy, acometidos por un fuerte vendaval e
impotentes para avanzar, a pesar de todo nuestro esfuerzo remero. ¡Siempre el
viento desencadenado! ¡Siempre obstáculos contra la vida divina en nosotros! En
nosotros mismo: nuestra naturaleza caída e inclinada al mal y nuestra ceguera,
nuestra falta de inteligencia para lo único necesario, para lo eterno, para lo
divino. En lo exterior: el mundo, con sus seducciones, máximas e ideas. Por
otra parte Satanás con su astucia y su mayor poder. ¿Cómo podremos salir
adelante? Aquí está el Evangelio de hoy, con su gran noticia alentadora: “Sobre
la montaña”, en el cielo, en el sagrario, “ora el Señor” (Mc. 6, 46), y con Él
la santa Iglesia. Por la mañana, en el sacrificio de la santa Misa y en la
sagrada Comunión, sube el Señor a nuestra barquilla. “Y cesó el viento.”
Animados e impulsados por la oración de Cristo y de su Iglesia, conducidos por
Él mismo, presente en nosotros por la sagrada Comunión, caminaremos rápidamente
por el difícil mar de la Cuaresma de esta vida y arribaremos felizmente al
beatífico y ansiado puerto de la Pascua eterna. Así piensa la santa Iglesia.
3.
“Servid
al Señor (en este santo tiempo de Cuaresma) con temor, y alabadle con temblor
(respeto). Practicad (con la fuerza de la sagrada Comunión) la penitencia (de
Cuaresma), para que no os apartéis del recto camino y perezcáis” (Comunión).
Tengamos fe
en el valor y en los frutos de la penitencia cuaresmal. No miremos tanto a los
trabajos y sacrificios de este santo tiempo, cuanto al mismo Señor que está a
nuestro lado con su oración y la de su Iglesia; que está dentro de nosotros
mismos con su Persona, con su sabiduría, con su omnipotencia. Baja a nosotros
en la santa Misa y en la sagrada Comunión.
“El Señor se
ha hecho (en la santa Eucaristía) mi Ayudador. Te alabo, Señor, porque me has
recibido (en tu santa Comunidad, en la Iglesia).” “Una cosa he pedido al Señor:
morar en la Casa del Señor, para poder contemplar las delicias del Señor y encontrar
protección en su templo (en la Iglesia, en la Misa y en la Comunión, en el
Cielo)” (Gradual).
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