JUEVES DE LA CUARTA SEMANA DE CUARESMA


                            “¡JOVEN, YO TE LO MANDO, LEVÁNTATE!”
1.    Hoy nos reunimos en la iglesia del resucitador de muertos, San Martín de Tours, para asistir a la resurrección del hijo de la Sunamita (Epístola) y del joven de Naím (Evangelio). “Buscad al Señor, y seréis fortalecidos. Buscad siempre su rostro” (Introito), su misericordia, su gracia.

2.    Jesús se dirige, como al azar, hacia Naím con sus discípulos. A las puertas de la ciudad le sorprende un cortejo fúnebre: llevan a sepultar a un joven, esperanza y sostén de la madre, la cual va llorando en pos del féretro. El Salvador, movido a compasión, se acerca al féretro y grita al muerto: “¡Joven, yo te lo mando, levántate!” El muerto se incorpora, y Jesús se lo entrega a la feliz madre. Sí; así es el Corazón de nuestro buen Salvador: un Corazón lleno de comprensión, de piedad. Pues, ¡y su poder, con el cual impera al muerto: “Joven, yo te lo mando, levántate!” ¡Él da la vida, devuelve su hijo a la madre, ayuda, causa alegría y felicidad! ¡Qué bueno es! Parece que se presenta por casualidad; pero solo es aparentemente. Llega expresamente con el deseo y la intención de ayudar, de salvar y resucitar al muerto.

Los episodios históricos que nos relatan la Epístola y el Evangelio de hoy, son para la sagrada liturgia una realidad actual. El hijo muerto de la Sunamita y el joven muerto del Evangelio somos nosotros mismos, muertos, maduros para la sepultura, para el infierno, a causa del pecado original, del cual participamos y con el cual todos nacemos; pero sobre todo a causa de nuestros muchos pecados personales, con los cuales hemos ofendido a Dios. Yacemos, pues, exánimes sobre el féretro. Lo que nos ha puesto en esta situación para lanzarnos al infierno, son nuestros deseos desordenados, nuestra tibieza para las cosas de Dios y de nuestro Salvador; son nuestras pasiones, nuestro orgullo, nuestra avaricia, nuestro amor propio; son el mundo, la carne, el demonio. ¡Un horrible cortejo fúnebre! ¡Sólo cadáveres y cadáveres! Una juventud fresca y lozana, que debiera vivir, - ¡y está muerta! Tras el féretro la madre llorosa, la santa Iglesia. Ella conoce a los muertos espirituales, conoce a los hijos que dio a luz y a todos los cuales quisiera llevar a la vida eterna; pero muchos de ellos han escogido la muerte, han preferido el camino del pecado, de la perdición. Por eso marcha, desconsolada y llorosa, tras tantos ataúdes de sus hijos. Pero he aquí que llega el Señor. Y contempla a la madre, que llora. Esto conmueve su Corazón. “No llores.” Lleva al muerto al sacramento de la Penitencia, sobre todo en este santo tiempo pascual, y le ordena: “¡Yo te lo mando, levántate!” “¡Yo te absuelvo de tus pecado!” Y él, vuelto a la vida, se levanta, abandona el camino del pecado y del alejamiento de Dios y torna al regazo de la madre. Esta es la verdadera alegría pascual, el santo gozo de resurrección de nuestra Madre la Iglesia.

3.    Una resurrección obrada por la oración y las lágrimas de la Madre Iglesia. El perdón, la gracia de la penitencia y de la conversión nos vienen por conducto de la Comunidad, de la Madre Iglesia, orante, oferente, expiante. “Ella llora por cada uno de sus hijos, como si fuera el único que poseyera. Sufre con amargo dolor al ver que sus hijos son inducidos a la muerte por el pecado” (San Ambrosio). Las lágrimas y la oración de la Iglesia, de la Madre, no son estériles. Apoyémonos en estas lágrimas de la Iglesia los que, habiendo perdido el buen camino, imploramos de nuevo el amor despreciado. El pecado, el alejamiento de Dios es muerte. Muerta está la lengua que ya no se abre para la oración, para la alabanza divina. Muertos están los ojos que ya no ven a Dios, sino solamente las cosas creadas; que dicen a las criaturas, a su ídolo: “Tú eres mi Padre, mi Dios, mi todo.” Muertas están las manos que ya no trabajan para Dios, sino contra Él. Muertos están los pies que nos conducen por el camino de perdición. Solo hay uno que pueda socorrernos todavía: Dios, el Resucitador de muertos. Y ¿qué hace Él? Toma, con toda la plenitud de su Divinidad viviente, nuestra naturaleza humana y se hace semejante a nosotros, se hace pecado por nosotros (Hebr. 4, 15). Cual  un nuevo Eliseo, coloca, por decirlo así, su boca sobre nuestra boca, sus ojos, sus manos y sus pies sobre nuestros ojos, sobre nuestras manos y nuestros pies. Él, la Vida, se reviste de la túnica de la muerte, santifica los miembros, abre la boca para la alabanza divina, hace que los ojos vean la salud, que las manos trabajen para la honra divina y que los pies corran por los caminos de Dios. El alma clama entonces con todas sus fuerzas: “Alma mía, bendice al Señor; y todo lo que hay dentro de mí, bendiga su santo Nombre” (Sal. 102, 1). ¡Jesús, el nuevo Eliseo! ¡Qué agradecido debo de estarle!
¡La Iglesia llora por el pecador! Y con la Iglesia lloremos también nosotros, sus hijos, por los hermanos y hermanas que yacen exánimes sobre el féretro, para ser lanzados al infierno. Participemos del dolor de la Madre, oremos con ella por los pecadores, por los penitentes. Hagámonos una misma cosa con el desgraciado que gime bajo el pecado, bajo el extravío, bajo la ceguera. Supliquemos con el profeta Eliseo, busquemos al muerto en su misma cámara, entreguémonos a él totalmente, pongamos nuestros ojos sobre sus ojos, nuestra boca sobre su boca, nuestros brazos sobre los brazos del muerto. Todo ello con un cordial amor y una profunda compasión. No lo despreciemos. No huyamos de él. Veamos en él a un alma enferma de muerte. Dediquémosle nuestra compasión, nuestra oración, nuestros sacrificios, nuestras obras de penitencia, con el vivo deseo de ser sus corredentores, de hacernos todo para  todos, imitando exactamente a nuestra Madre la Iglesia, la cual ruega y llora por sus hijos descarriados. “No quiero la muerte del pecador, sino que se convierta y que viva” (Ez. 33, 11).

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