MIÉRCOLES DE PASIÓN


“EFECTOS DE LA REDENCIÓN”

Para comprender el inmenso beneficio que nos hizo el Señor al preservarnos del INFIERNO, tendríamos que darnos cuenta del  horror de los suplicios eternos. Santa Teresa, a quien fue revelada la intensidad de estos tormentos, asegura que todo cuanto de ellos oímos y leemos queda muy por debajo de la realidad. El fuego más abrasador de este mundo, continúa ella, es como un fuego pintado, si lo comparamos con la ardiente hoguera que tortura a los condenados. Allí están ellos como desmenuzados en mil pedazos sin la menor esperanza de consuelo; en tan espantoso lugar hay un hedor pestilente, tan insoportable, que hace casi imposible el respirar. El cuerpo y el alma son torturados con suplicios exquisitos, y lo que colma de desesperación a los condenados es el pensamiento de que el infierno NO TENDRÁ FIN   y que las penas eternas no serán nunca mitigadas. “Hace ya más de diez años, añade la Santa, desde que tuve semejante visión, y todavía me siento sobrecogida de horror y se me hiela la sangre en las venas al escribir.” -¡Oh Jesús mío! Si tu Pasión solo hubiera servido para preservarme de semejantes males, tendría yo motivo más que suficiente para estarte agradecido eternamente con toda mi alma.

Pero tú hiciste aún más, Salvador mío, pues nos abriste las puertas de la Jerusalén celestial, librándonos de toda pena y asegurándonos para siempre toda la FELICIDAD que puede anhelar el corazón. Es imposible ni intentar describir semejante dicha, concedida a los hombres por la sangre de un Dios, y que es participación en la misma beatitud de Dios. Detengámonos más bien en dar gracias a aquél que nos adquirió tan indecible felicidad.
                           
Nuestro generoso Salvador, para lograr su empresa redentora, tuvo que abnegarse de una manera INCOMPRENSIBLE. Porque no fue una oración, ni una palabra ni una lágrima suya el precio que pagó por salvarnos, sino fueron TREINTA Y TRES años de trabajos, privaciones y sufrimientos que terminaron con la muerte más cruel y humillante que se pueda imaginar. Y todo por puro amor, sin necesitarnos a nosotros en absoluto a pesar de nuestras ofensas, perfidias, traiciones e ingratitudes. ¡Qué prodigios de bondad realizó por nosotros el Todopoderoso! ¡Qué caridad la suya tan limpia y tan infinitamente desinteresada! Y a favor de unos pobres esclavos a quienes quiso salvar, reduciéndose él, rey de gloria, hasta descender a nuestra nada y ocupar nuestro lugar en aquel patíbulo de ignominia.
¡Ah Señor!, ¿cómo podré corresponder a semejantes beneficios? Darte gracias es demasiado poco, amarte no es todavía suficiente; lo menos que puedo hacer por ti es consagrarme en cuerpo y alma a tu santo servicio. Quiero encauzar mis acciones únicamente hacia ti, y quiero que a ti vayan dirigidas mis intenciones, mis afectos, mis actividades, todos los instantes de mi vida hasta mi último suspiro.

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