VIERNES DE LA CUARTA SEMANA DE CUARESMA


“¡YO SOY LA RESURRECCIÓN Y LA VIDA!”
1.    Vayamos hoy con corazones alegres a San Eusebio. El punto de reunión es la gran campiña de la antigua Roma, destinada a los muertos y a sus tumbas. Ante nuestro espíritu se presenta Cristo, el Resucitador de los muertos, el Señor de la muerte y del sepulcro. Cantémosle jubilosamente con el Introito: “Los sentimientos de mi corazón estarán siempre en tu presencia, Señor, Ayudador y Redentor mío.” También a mí me has resucitado de la muerte (del pecado), y me resucitarás definitivamente (el día del Juicio) de la muerte a la vida eterna. “Los cielos (los resucitados de la muerte del pecado a la vida de la gracia y de la gloria) cantan la magnificencia del Señor (Cristo), y las obras de sus manos (sus prodigiosos hechos, su poder de resucitar) están patentes en el firmamento (en los redimidos del cielo y de la tierra)” (Sal. 18, 2. Salmo del Introito).

2.    Jesús resucita a Lázaro. Es éste uno de los más portentosos milagros obrados por el Salvador durante su vida terrena. A nosotros nos llena de admiración. Con todo eso, oigamos las atinadas observaciones de San Agustín sobre este punto: “Si nos fijamos en el Autor de este prodigio, más que admiración debemos sentir alegría. El que resucitó al hombre, es el mismo que lo creó: es el Hijo Unigénito del Padre. ¿Qué milagro, pues, que resucite a uno Aquel que da la vida a tantos todos los días? Si Él quisiera, podría resucitar instantáneamente a todos los muertos; pero prefiere diferirlo hasta el fin del mundo. Ya vendrá la hora en que todos oirán su voz, como hoy el muerto Lázaro, y se levantarán de sus tumbas (Jn. 5, 28). El milagro de la resurrección de Lázaro debe prepararnos para el gran milagro de la resurrección universal, cuando cada uno de nosotros sea resucitado, no para volver a morir, sino para vivir eternamente.” ¡Jesús es el gran Resucitador de muertos! Lo que hoy hace con Lázaro, lo realizó también con nosotros espiritualmente en el santo Bautismo, y continúa realizándolo diariamente en el sacramento de la Penitencia. En el banquete de la sagrada Comunión siembra en nuestro cuerpo el germen de la propia resurrección, para que también el pobre cuerpo viva y goce eternamente de las delicias del paraíso. “Yo soy la Resurrección y la Vida. El que crea en mí, aunque muera, vivirá.”

Jesús resucita los muertos espirituales. “Cuando Jesús vio llorar a las hermanas de Lázaro, se conmovió profundamente y, gimiendo también Él, dijo: ¿Dónde le habéis puesto? Ellas respondieron: ¡Señor, ven y mira! Entonces Jesús lloró también. Los judíos, al verlo, se dijeron: ¡Ved cómo le amaba!” Para la sagrada liturgia todo esto es una parábola, un símbolo. ¿Por qué se conmovió y lloró el Señor? Oigamos otra vez la respuesta de San Agustín: “Porque el muerto y sepultado de cuatro días era la imagen del pecador, oprimido bajo el peso del pecado. Se turbó Jesús, para significar que tú también debes afligirte al verte oprimido por tu gran mole de pecados. Cuando te reconoces pecador y te dices: Hice estoy Dios me perdonó; cometí esto y Dios lo olvidó; he sido bautizado y he vuelto otra vez al vómito: ¿qué es lo que hago? ¿Adónde voy? ¿De dónde salgo? Cuando dices todo esto, ya gime Cristo y se compadece de ti.” “¿Dónde  le habéis puesto?” Él lo sabe todo. ¿Por qué pregunta, pues? Para decirnos: “No os conozco.” ¡Tan desconocidos nos ha dejado el pecado, tan aborrecibles y miserables nos ha hecho! En fin, un cadáver nauseabundo y putrefacto. “¡Ven y mira!” Él contempla la miseria a que nos ha reducido el pecado, y llora. “¡Ved cómo le amaba!” Después conduce al pecador al sacramento del santo Bautismo y al de la Penitencia, y le ordena con imperio: “¡Sal fuera!” Rompe con la muerte, sal del sepulcro y de la putrefacción, abandona el pecado y el mal. “¡Sal fuera!” y vive la vida de la gracia, de la filiación divina! Una resurrección por medio de los sacramentos del Bautismo y de la Penitencia. “Salvarás, Señor al pueblo que se humilla (en el pecado). ¿Quién es Dios fuera de Ti?” (Ofertorio).


3.    Hoy debe ser un día de profundo y gozoso agradecimiento al Señor por habernos resucitado, es decir, por habernos concedido la inapreciable gracia del santo Bautismo y del sacramento de la Penitencia.
Debe ser un día de ardiente súplica por los catecúmenos y sobre todo por los muchos cristianos indignos que permanecen hundidos en la muerte espiritual del pecado. Debemos pedir que también ellos reciban la gracia de ser resucitados del sepulcro de sus pecados y de hacer una buena confesión pascual. Debemos pedir para ellos la fuerza necesaria para que abandonen definitivamente sus tumbas y caminen en adelante a la luz de la fe. Todo esto requiere de nuestra parte mucha oración y muchos sacrificios.
Debe ser un día de firmes resoluciones. Repitamos hoy con el Apóstol Tomás del Evangelio: “Vayamos también nosotros y muramos con Él.” Tanta más vida tendremos, cuanto más muramos con Él. Esto es lo que nos pide el santo Bautismo, con el cual hemos sido sellados. Esto es lo que nos pide también la santa Misa de cada día. Es decir: la comunidad de sacrificio con el Señor que se inmola; para que, muertos a lo no divino, al propio espíritu, podamos vivir para el Padre, unidos indisolublemente con Cristo. “Consideraos como muertos al pecado, pero vivos para Dios, en Cristo Jesús” (Rom. 6, 11). He aquí lo que nos exige nuestra vida cristiana. He aquí lo que nos exige sobre todo este santo tiempo de Cuaresma.

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