CIEN AÑOS DE MODERNISMO (56)

Teilhard de Chardin, el profeta del Cristo cósmico

Hablando estrictamente, una síntesis sobre Teilhard parece estar fuera de lugar en la reseña genealógica de los principios modernistas, porque nuestro protagonista no es filósofo, ni exegeta, ni teólogo propiamente hablando. Sin embargo, hacer el álbum de la familia neomodernista sin incluir a Teilhard de Chardin sería exponerse a subestimar la popularidad del movimiento en los círculos profanos. Aunque en el momento de las primeras publicaciones teilhardianas en 1927, el modernismo era tan sólo una sombra, treinta años después, con la muerte de Teilhard, el virus ha logrado conquistar todos los niveles jerárquicos y ganarse a los pensadores más sutiles, antes de extenderse a Roma. El fenómeno teilhardiano actúa como un termómetro. Es el punto de referencia, el criterio definitivo que permite distinguir entre modernistas y católicos fieles. Después de un esbozo del profeta y de su visión, será necesario entrar de lleno en las razones profundas de su celebridad, de orden científico y místico, para concluir con su influencia póstuma. 

 El profeta y su visión

Pierre Teilhard de Chardin (1881-1955) nace en Auvernia (Francia), y es descendiente de Voltaire por el lado materno. Su profesor de literatura y futuro amigo, Bremond, nos lo describe a la edad de catorce años como muy inteligente pero desesperadamente tranquilo. No se podía hallar la menor chispa en sus ojos, de tan inmerso que vivía en otro mundo, de tan absorto que estaba por una pasión todopoderosa. Ése es el primer testimonio de la doble personalidad de Teilhard: por un lado, el alumno modelo que llegará a ser sacerdote jesuita; por el otro, el visionario obsesionado por una idea fija, su sueño de la evolución creadora. Esa dualidad psíquica se revela en sus actitudes paradójicas. Teilhard se siente transportado de una alegría lírica y romántica ante las bombas atómicas, que para él evocan menos el día del Juicio que las fecundas entrañas de la evolución. Llora de emoción ante un hierro oxidado. Se extasía ante la materia, ante toda materia. A esa pasión por la evolución le debe probablemente su interés por los audaces avances de la bioética y por la revolución china de Mao Zedong. 
La atracción irresistible de la biología y de la paleontología da una orientación a sus estudios personales, y a partir de entonces todo lo asimila desde el punto de vista de la evolución de la materia. Los años 1916-1918 marcan el vuelco decisivo de su pensamiento, al que llama su segundo nacimiento. Ahora bien, en esa época se buscaba un pionero, un héroe dentro del clero, y si era jesuita, mejor. Un héroe y un pionero entre los jesuitas debía dar muestras de ciertas cualidades: un profundo intelectualismo, un contacto fácil con los grandes de este mundo, un toque de poesía y de misticismo, un espíritu de independencia frente a Roma y, por último, algunas relaciones mundiales que le dieran prestancia, e incluso un cierto nivel de celebridad y de internacionalismo (1). Ahora bien, Teilhard no sólo posee todas esas cualidades, sino que tiene muchas más. Cuenta con una inmensa fe en sus creencias que, mezclada con una pizca de suficiencia y de originalidad, le valieron su increíble fama. Su lenguaje esotérico y mistificador presenta la gran ventaja de permitir que cada uno lo entienda como mejor le parezca (2). Además, con sangre fría y convicción, diviniza el progreso indefinido del mundo, el advenimiento del Superhombre y la evolución ineluctable, lo que pronto lo consagrará como el profeta de los nuevos tiempos. Ése es el secreto de este hombre fascinante. Teilhard no tiene nada de pensador profundo; es un visionario atormentado por un deseo mesiánico que en él se convierte en una idea fija. No es un teorizador, es un vulgarizador. No es un sabio especulativo, es un profeta. Un profeta que, además, consciente de su misión, 

«tiene la sensación de poseer, por sus estudios, sus relaciones y sus dones mismos, una especie de misión científico-religiosa in partibus infidelium» (3).

Su visión del mundo y de la religión presenta un atractivo irresistible para el pensamiento moderno porque ofrece una explicación que no está exenta de genialidad. Propone una síntesis notable por su coherencia, tan grandiosa como atrevida. Para Teilhard, todo, tanto el mundo sobrenatural como el natural, ha salido de la materia en perpetua evolución, y todo converge hacia un punto común. Ese sistema está perfectamente elaborado en sus dos obras, 
El fenómeno humano y El ambiente divino, que hemos de resumir brevemente. En El fenómeno humano, que trata de la génesis de la raza humana a partir del cosmos, Teilhard quiere comportarse como científico puro, basándose únicamente en la apariencia sensible, el fenómeno (4). Como biólogo que es, encuentra su punto de partida en el evolucionismo biológico, que es la hipótesis científica que explica que todo lo que se mueve sobre la tierra proviene de un tronco común. En particular, el hombre evolucionó a partir de la ameba monocelular más simple, la cual salió a su vez de la materia inerte. De ese punto de partida deduce, por generalización, la «ley de complejidad y de conciencia». Esa ley establece que, en la escala de los seres vivos, el grado de conciencia vital corresponde al grado de complejidad del organismo nervioso para los vegetales o del cerebro para los animales. El hombre, único ser dotado de reflexión, presenta el máximo grado de conciencia. Pero, lejos de ser exclusiva de los seres vivos, esta ley de complejidad y de conciencia se aplica también a los minerales, a los que creemos desprovistos de vida, y que tienen, no obstante, una parte de conciencia que Teilhard llama energía psíquica. 
Con semejantes principios conductores, está en condiciones de describir la formación del universo creado, la «cosmogénesis». El universo se formó por una progresión continua de complejidad orgánica, que iba a la par de la intensidad de energía. El mundo se hizo en tres etapas separadas por dos saltos, es decir, por transformaciones de energía más profundas. El primer salto es el paso de los seres inanimados a los seres vivos. El segundo salto designa el paso de los seres vivos más desarrollados a los hombres. ¿La evolución termina en el hombre? ¿Los cerebros humanos acabarán por reunirse físicamente para producir un cerebro más complejo? Teilhard no lo cree, porque el hombre tiene ya en sí mismo toda la perfección de reflexión y de pensamiento. Sin embargo, la evolución biológica continuará en el sentido de la convergencia de todos los espíritus humanos para reunir a la humanidad entera. El pensamiento debe tender biológicamente a socializarse, es decir, a unirse en una comunidad perfecta de pensamiento y de amor. Ésta conducirá a un punto de unión, un Superespíritu, ser personal y preexistente a todos los demás, sin absorberlos por eso. Ese punto final, al que Teilhard llama «Punto Omega», estará dotado de las propiedades del mismo Dios. Y por fin llegará el día en que esa convergencia exigirá una evasión colectiva de toda la humanidad fuera de la materia para reunirse en el Punto Omega: ése será el fin del mundo. 
El fenómeno humano pretendía ser una obra puramente natural y científica. El ambiente divino lo escribió Teilhard como cristiano y presupone las verdades de fe. Ese segundo libro tiene una dinámica paralela al primero y apunta sobre todo a identificar el Punto Omega con la encarnación de Cristo. Es la obra mística de Teilhard, a la que tampoco le faltan atractivos. Puesto que todo, incluso lo material, fue hecho para nuestra alma, y que nuestra alma está consagrada a Dios, se infiere de ello que todo lo real es sagrado. 

«Cristo es el término de la evolución incluso natural de los seres: la evolución es santa» (5).

Todo está sometido a la atracción de Cristo por vía de consumación. Teilhard afirma que la encarnación hizo del mundo entero un sacramento. Lo compara con las especies sacramentales:

«Dios mío…, para que no sucumba a la tentación de maldecir el Universo, haz que lo adore, viéndote oculto en él. La gran palabra liberadora, Señor, la palabra que revela y opera al mismo tiempo, repítemela, Señor: “Hoc est corpus meum”. En realidad, si lo queremos, el monstruo, la sombra, el fantasma, la tormenta, eres Tú… En el fondo, no son más que las especies o las apariencias de un mismo Sacramento» (6).

También por la encarnación el Verbo se ha constituido como el centro físico y biológico de la evolución natural del mundo. Reinterpretando la doctrina de san Pablo sobre la formación del Cuerpo místico de Cristo, Teilhard transpone esa unión mística de los elegidos y de la Cabeza de la Iglesia en términos de evolución hacia un todo natural y físico. Así como la «santa materia» ha engendrado a los hombres por evolución vital, los hombres engendrarán a Cristo por evolución progresiva: la cosmogénesis se convierte en cristogénesis, la formación del Cristo total, entendido, según Teilhard, como un todo biológico y físico. Por supuesto que no se está refiriendo a la persona histórica de Jesús de Nazaret, sino a una 

«tercera naturaleza de Cristo, en un sentido verdadero, que no sería humana ni divina, sino cósmica» (7). «Para convertirse en el Alfa y el Omega, Cristo debe, sin perder su dimensión humana, hacerse coextensivo a las dimensiones físicas del tiempo y del espacio» (8).

Ni qué decir tiene que ese Cristo está aún en vías de formación y sólo existirá definitivamente cuando se convierta en el Punto Omega. Ese Cristo de quien habla es 

«el motor esencial de una humanización que conduce a una ultrahumanización. La deriva cósmica se mueve en dirección de un increíble estado casi “monomolecular”… en el que cada ego está destinado a alcanzar su paroxismo en algún misterioso superego… Sólo esa integración podrá hacer que aparezca la forma del hombre futuro, en la cual el hombre habrá alcanzado plenamente el fin y la cima de su ser» (9).

Teilhard explica que ésta desemboca en la religión sincretista, es decir, en la convergencia general de las religiones hacia un Cristo universal que, en el fondo, las satisfaga a todas. Ésta le parece ser la única conversión posible al Mundo y la única forma imaginable para una Religión del futuro (10). 
Desde las primeras publicaciones, estas tesis audaces fueron sometidas a duras críticas, y sus superiores romanos le prohibieron escribir. Pero Teilhard recibía la protección de los superiores locales, y los ambientes vanguardistas se pasaban con gusto sus escritos clandestinos, más aún cuando tenían el sabor del fruto prohibido. Exiliado en Pekín, quedó aislado allí durante la guerra y no pudo regresar a Europa hasta 1945. Cinco años después, en Humani generis, Pío XII condenaba sus desviaciones teológicas. Su superior, Janssens, contemplaba la idea de expulsarlo, pero temiendo seriamente una revuelta en la Compañía de Jesús, terminó por darle total libertad de movimiento, exilándolo a los Estados Unidos en 1951. Allí, gracias a la fascinación de sus ideas y también gracias a su agilidad mental, Teilhard estuvo en condiciones de continuar sus investigaciones hasta su muerte, en 1955. 
Así fue como durante quince años, hasta el Concilio, pudo llevarse a cabo la publicación metódica de sus libros, que contradicen casi sistemáticamente todas las posturas ortodoxas. En realidad, ni su persona ni sus ideas se vieron inquietadas seriamente, ya que poderosos protectores lo cubrieron con un púdico velo (11). Sus obras, imbuidas de modernismo, nunca fueron condenadas durante su vida, y en 1962 un simple Monitum, que estaba lejos de tener la fuerza de una inclusión en el Índice, declara sus obras póstumas como «llenas de ambigüedades, o más bien de graves errores, que ofenden la doctrina católica». Esa ausencia de condenación es una señal de la enfermedad por la que atravesaba la Iglesia, pero también  de la astucia que sus amigos utilizaron para proteger a ese nuevo precursor de la Iglesia del futuro. 
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1 Malachi Martin, The Jesuits, p. 286
2 Armorización, hominización, cristogénesis, cristificación, pleromización, excentración, etc.; la letanía de palabras híbridas e indefinidas es larga.
3 En De Lubac, La pensée religieuse, p. 328.
4 En dom Frénaud, Estudio crítico sobre Teilhard, pp. 6-9
6 En Frénaud, p. 18.
5 En Frénaud, p. 11.
7 Opúsculo Le Christique, en Frénaud, p. 19.
8 En Frénaud, ibíd.
9 En Courrier II, p. 101, texto de Teilhard explicado en el mismo sentido panteísta por Ratzinger, en La foi chrétienne, hier et aujourd’hui, p. 162.
10 Citado por Garrigou-Lagrange, capítulo 19.
11 Mucho después el gran público supo que Teilhard, durante 25 años, había sido el amante platónico de la escultora Lucile Swan, protestante divorciada, según dice Mantovani en Avvenire, 14 de febrero de 1995, p. 17.

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