DOMINGO DE LA SEGUNDA SEMANA DE PASCUA


EL SEPULCRO DE JESÚS

De maravillar es el espectáculo de Nuestro Señor, Dios y Creador, en el sepulcro. Todos los bienes de la tierra, de los que Jesús es dueño absoluto, le son entonces extraños. El sepulcro en el que reposa, el sudario que le amortaja no le pertenecen. Ni siquiera posee él, Señor del universo, una pequeña parte de los bienes que sus enemigos poseen en abundancia. ¡Oh muerte cruel!, ¿qué has hecho? HAS DESPOJADO TOTALMENTE  a aquél a cuyo poder debemos cuanto existe, al dueño por excelencia de toda riqueza… Su cuerpo, sin vida y sin movimiento, no puede contemplar, ni escuchar, ni gustar las cosas de la tierra. Sus sentidos son ya incapaces de percibir la más ligera impresión. El cuerpo muerto podría ser movido, trasladado, como una masa inerte sin oponer la menor resistencia.

¡Oh Jesús!, ¿cómo has querido ser reducido a semejante estado? ¡Ah! Ha sido únicamente por amor de nuestras almas; has querido que nosotros, al verte inanimado e INSENSIBLE, enterrado en un sepulcro, aprendamos a morir al mundo y a nosotros mismo, para que vivamos únicamente para ti. –Los mundanos no tienen otro afán que el placer, el interés, la vanagloria, ¡esclavos de sus pasiones! Tú, por el contrario, ¡oh divino y buen Maestro!, quisiste ser crucificado y miras como a discípulos tuyos a cuantos, siguiendo tu ejemplo, quieren crucificar su carne con sus vicios y sus pasiones (Gálatas 5, 24).
                            
¡Oh Jesús!, qué lejos estoy de PARECERME  a ti, yo que estoy lleno de pensamientos y afectos mundanos, de afanes ambiciosos; tan amigo de ser estimado y alabado, tan aficionado a las falsas alegrías de la tierra y a cuanto halaga los sentidos o las malas inclinaciones. ¡Oh Jesús mío!, infúndeme el valor que necesito para morir con gusto a todo lo que no eres tú.
Para este fin, ME PROPONGO vivir como si estuviera muerto: 1º, desprendido del mundo, de sus vanidades, de sus engañosas satisfacciones, y sin importarme nada: ni la reputación, ni la riqueza, ni los placeres; 2º, prescindiendo de todo movimiento o voluntad propia para depender solo de tu gracia, obrando al dictado de los que en tu nombre me dirijan; 3º, sin irritarme jamás por injuria que se me haga, sin envanecerme tampoco por alabanza que se me dirija, sin odios ni rencores contra nadie, indiferente a las cosas de este mundo, insensible a todo interés personal, susceptibilidad, amor propio, al menosprecio como a la estima de las criaturas, para que así tu gracia y tu amor sean las únicas cosas capaces de mover mi corazón.

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