JUEVES DE PASCUA
LAS
VISITAS DEL SEÑOR
Jesús visita a las almas POR SU
GRACIA, es decir, con sus luces e inspiraciones. Desde los sagrarios donde
reside derrama sus beneficios. Sol divino, alumbra por la fe nuestras
inteligencias y calienta nuestros corazones por la caridad, haciendo fecundas nuestras
voluntades al inspirarlas fervor, celo por la perfección y deseos de trabajar y
de sufrir por su gloria. Tales son los frutos de las visitas del Señor; pero
cuántas veces, ¡oh Dios mío!, el tráfago del mundo y la disipación impiden
estas visitas. Si vivera más recogido y más tranquilo cuanto mejor oiría tu
voz, hablando en mi corazón, y con cuánta más docilidad me dejaría guiar por
tus luces divinas, en vez de actuar siempre a impulsos de mis deseos y de mi
pobre inteligencia.
El Señor, al enviarnos CRUCES, también
nos visita. Según los santos, estas visitas son quizá las más preciosas, pues siempre miraron con tribulaciones como señales de la presencia de Dios, no olvidando
que dijo el Señor: “Con él estoy en la tribulación” (Salmo 90, 15). Por eso se
afligían cuando Dios no les mandaba pruebas y se quejaban y lamentaban pensando
que los había olvidado. “La mayor señal de que el Señor tiene grandes miras
sobre un alma, decía San Vicente de Paúl, es enviarle desolación tras
desolación.” Porque tal es el estilo que tiene Dios de purificarla y unirla a
sí estrechamente y para siempre. -¡Ojalá pensáramos de la cruz al igual que los
santos! Para ello trabajemos desde ahora, curándonos de nuestros falsos
prejuicios, casi siempre conformes al espíritu del mundo.
Los
apóstoles, al contemplar a Jesús resucitado, estaban transportados de alegría
(Juan, 20, 2), y qué raptos de gozo también debieran ser los nuestros al
recibir al Verbo humanado en el sacramento de la Comunión, pues que se digna
descender en PERSONA hasta nosotros, para colmarnos de beneficios y hacerse
nuestro alimento. Pero el Señor, en su bondad infinita, nos promete además
permanecer con nosotros, hacernos vivir de su propia vida y resucitarnos en el
último día (Juan 6, 58). ¡Qué promesas tan magnificas las de Dios! Siempre
concede más de lo que esperamos o podemos desear. Si comprendiéramos el precio
de semejantes favores, con cuánto afán trabajaríamos para merecerlos.
¡Oh Jesús
mío!, dígnate destruir en mí cuanto se oponga a tu reinado, es decir: mis malos
hábitos de vida mundana y sensual en vez de la celestial y sobrenatural como
quisieras que fuera la mía. Te ruego me ayudes: 1 º, a ser fiel a tus
inspiraciones y a dejarme guiar de tus luces divinas; 2º, a llevar con santa
paz la cruz que quieras enviarme, sobre todo las cruces de cada día, que son las
inherentes a mis deberes; 3º, a unirme estrecha y constantemente a tu
sacratísimo Corazón, sobre todo en el sacramento de Amor, que es prenda de la
Resurrección gloriosa, cuyo fruto será la inmortalidad.
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