LUNES DE LA SEGUNDA SEMANA DE PASCUA
EL BUEN PASTOR
Infinitamente feliz en sí
mismo, no necesitando para nada de
nosotros, el Verbo eterno se dignó dirigir una MIRADA hacia la humanidad caída,
y esta mirada, por un efecto de su poder infinito al servicio de su amor sin
límites, engendró todo un mundo de maravillas. Deseando preservarnos del
infierno, quiso hacernos dignos del cielo y trabajó él mismo para abrirnos sus
puertas. Para lograrlo, ¡cuántos SACRIFICIOS tuvo que imponerse! Desde el seno
de su eterna gloria descendió a nuestro lóbrego destierro, siendo su palacio un
establo y su cuna un pesebre, en el que descansó reclinado sobre pajas,
teniendo el mismo lecho que los animales. ¡Qué bondad la del Señor, tan
maravillosa e incomprensible!
Además, el divino Redentor, después de
habernos preferido a los ángeles, a quienes dejó ir en tanto número a la
perdición para venir a buscarnos, RECORRIÓ montes, valles y collados,
trabajando sin descanso, desafiando por nosotros el hambre, la sed y los
rigores del tiempo. Por nuestro amor SUFRIÓ toda suerte de injurias y fue
objeto de mofa para los malvados, dejándose flagelar, escupir al rostro, llenar
de golpes y soportar toda clase de vejaciones para salvarnos, hasta caer tres
veces al suelo agobiado bajo el peso de la Cruz.
¡Oh cuerpo
ensangrentado, carnes rotas, cabeza martirizada de espinas, rostro hermosísimo
cubierto de sangre! Todo nos pregona con elocuencia que Jesús es nuestro Buen
Pastor, el que da la vida por sus ovejas, porque las ama, y no como el
mercenario, que al venir el lobo huye y deja que las devore y disperse su
rebaño. Jesús, al subir al Calvario, tomó sobre sí nuestras enfermedades y
sufrió de buen grado la muerte para salvarnos. ¡Qué admirable ternura la de la
infinita caridad de Dios! Tales pruebas de su amor nos dio, que, para atraernos
así, por nosotros pobres esclavos y ovejas dispersas y vagabundas, el Hijo de
Dios quiso morir en la Cruz.
Pero,
desgraciadamente, no éramos tan solo ovejas vagabundas, sino que éramos también
ovejas REBELDES, y Jesús, para vencer nuestras insensatas rebeldías, tuvo que
hacernos regalos y caricias divinas. Aun en aquellos mismos momentos en que era
ultrajado por los hombres, aun en la hora en que moría crucificado, el Señor
nos colmaba de beneficios. Y antes de expirar nos dejaba su Iglesia, nos
encomendaba a su Madre y se entregaba él mismo a nosotros en la divina
Eucaristía. ¡Oh!, no dejemos jamás de agradecer y bendecir a nuestro Buen
Pastor por cuanto ha hecho por nosotros, a quienes, mereciendo castigo, él ha llenado
de gracias para ablandar y conquistar nuestros duros y rebeldes corazones.
¡Oh Jesús! ¿Con
qué podría yo corresponder a tus bondades? Quiero amarte siempre, darte todo mi
amor; pero haz, te suplico, que este amor mío sea: 1º, DÓCIL, siempre dispuesto
a obedecer la más ligera indicación de tu voluntad; 2º, ABNEGADO, para que te
siga en todo y a todas partes, dándote siempre gusto; 3º, FUERTE Y GENEROSO,
capaz de todas las privaciones y sacrificios con tal de serte fiel, ¡oh divino
Pastor!
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