LUNES DE LA CUARTA SEMANA DESPUÉS DE PASCUA
ARIDEZ ESPIRITUAL
Existen dos clase de
aridez espiritual, la una es involuntaria y la otra es efecto de nuestra
tibieza más o menos culpable. LA PRIMERA es prueba que Dios envía a las almas buenas.
Escóndese de ellas el Señor y déjalas como abandonadas al tedio y a las
distracciones de que en vano procuran librarse y deben padecer a pesar suyo.
Esta clase de aridez, lejos de ser perjudicial, sirve para ejercitar la
paciencia, ayuda al progreso espiritual y aumenta los méritos de las almas que
las padecen sin dejar por ello de ser fieles y sin desfallecer.
Pero hay OTRA ARIDEZ que debemos
aborrecer, combatir y destruir. Se parece en sus efectos a la que experimenta
el alma tibia y mundana, a quien la oración aburre, misa que dure media hora le
parece demasiado larga, le cansan los sermones, estar un cuarto de hora en la iglesia le parece un
exceso; pero encuentra demasiado cortos los días y las noches pasados en
charlas inútiles de asuntos, fiestas o diversiones.
Aunque
nosotros, gracias a Dios, no estamos alejados hasta ese punto de las cosas
espirituales, ¿no preferimos, sin embargo, práctica y VOLUNTARIAMENTE el
trabajo a la meditación, el estudio a la oración, lo que halaga al cuerpo a
aquello que santifica al alma? Y mientras que con facilidad nos entretenemos
horas y horas charlando con las criaturas, ¿no sentimos como instintivo horror
de conversar con Dios? Nos gusta y nos entretiene que nos cuenten novedades y bagatelas;
mas en cuanto nos dicen unas palabras de Jesús, el aburrimiento se apodera de
nosotros.
¿DE DÓNDE NOS
VIENEN semejantes disposiciones? ¿Es que acaso no son las cosas divinas las más
sabrosas? ¿Por qué, pues, nos repugnan de ese modo? Porque acontece con nuestro
corazón lo que a veces pasa con los enfermos: su paladar hastiado les hace
pensar que están insípidos los manjares, aunque en realidad sean exquisitos.
Nuestro corazón no puede saborear los bienes espirituales; está hastiado por la
tibieza, la cobardía, la negligencia, la resistencia a la gracia,
su apego al mundo y a las satisfacciones de
los sentidos; se halla siempre pronto a disiparse y derramarse al exterior; es
enemigo de la soledad, del silencio, del recogimiento, y no se preocupa de la
perfección. Detengámonos un poquito a pensar si no es esto justamente lo que
nos acontece.
¡Oh Dios mío!
Hazme comprender que esta vida pasajera es la misma nada, y cuán importante es,
en cambio, la salvación eterna de mi alma. Haz que me humille profundamente en
tu divina presencia, reconociendo al mismo tiempo cuán necesitado estoy de tu
socorro y cuánto debo implorarlo. Tomo las siguientes resoluciones, que espero
poder cumplir con tu ayuda divina: 1ª, vigilarme a mí mismo cuidadosamente,
para evitar cualquier falta cometida con propósito deliberado; 2ª, emplear los
ratos libres en meditar, orar, hacer alguna lectura espiritual que sirva para
despertar el fervor en mi alma.
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