LUNES DE PENTECOSTÉS
EL DON DE CIENCIA
¡De qué santa alegría
debieran rebosar nuestros corazones al pensar que VIVE Y RESIDE en nosotros el
Espíritu Santificador que renovó la faz de la tierra! Por ser éste un
privilegio tan alto, Jesús habló de él con frecuencia a sus discípulos,
haciéndoles ver que era como el fin de su venida a este mundo, como el
complemento de su predicación, como el fruto de su muerte, de su resurrección y
de su ascensión a los cielos.
“Yo rogaré al Padre, dijo, y os dará
otro Consolador, para que esté CON VOSOTROS constantemente el Espíritu de
Verdad, a quien el mundo no puede recibir porque no le ve ni le conoce, porque
vosotros le conoceréis, pues morará con vosotros y estará dentro de vosotros
(Juan 14, 26).” “Mas yo os digo la verdad, os conviene que yo me vaya; porque
si yo no me voy, el Consolador no vendrá a vosotros; pero si me voy, os lo
enviaré (Juan 16, 7).” Y así como los Profetas del Antiguo Testamento
anunciaban la venida del Mesías, nuestro divino Maestro se hace él mismo
profeta del Espíritu Santo, al anunciarnos de qué manera este Espíritu divino
había de habitar en nuestras almas.
¡Con cuánto
agradecimiento y amor deberíamos recibir a este huésped adorable, tributándole
nuestros más rendidos y fervientes homenajes! Él mismo en PERSONA fabrica en
nosotros este misterioso santuario por medio de las virtudes teologales y
morales, que forman por decirlo así, como el cuerpo de este edificio, cuerpo
que adorna con sus siete dones, que vienen a ser las columnas, los relieves, la
ornamentación que perfecciona y hermosea el templo de nuestra alma. Y los actos
de virtud que realizamos inspirados por este Espíritu divino lo embellecen más
y más y hacen agradable a las tres Personas divinas que, según nuestro divino
Redentor, HACEN MANSIÓN DENTRO DE ÉL (Juan 14, 23)”. Nada, por tanto, debiera
existir para nosotros ni más dulce de pensar, ni más grato de creer y meditar,
que esta verdad de un Dios en tres Personas, habitando en los corazones que se
encuentran en estado de gracia. Sea también esta verdad la que más nos anime a
huir del pecado y a santificarnos.
¡Oh Dios
mío!, quiero decirte con el rey David: “La SANTIDAD debe ser el ornamento de tu
casa por la serie de los siglos (Salmo 92, 5).” Conviene, por tanto, que mi
alma, en la que habitas, se purifique de todas sus faltas, de toda aflicción
mundana y de toda imperfección. ADÓRNALA
de humildad, dulzura, resignación a tu divina Voluntad. PERFÚMALA con
castidad, inocencia, docilidad, y cierra su entrada a las criaturas por medio
del recogimiento y mortificación de los sentidos. Y para asegurarte por siempre
del pleno dominio de esta morada, SOSTÉNLA siempre con las columnas firmísimas
de los siete dones, que habrán de hacer inconmovibles en mí las virtudes
teologales y cardinales, es decir, la fe, la esperanza y la caridad, la
prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza.
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