LUNES DE ROGATIVAS


POR QUIÉNES DEBEMOS REZAR.

La caridad bien ordenada empieza por uno mismo, sobre todo cuando se trata de la propia salvación. Pues que somos TAN DÉBILES e incapaces de obrar el bien, sigamos el consejo de nuestro Salvador, de orar sin tregua para obtener la ayuda divina, sin la que no podríamos adquirir el menor mérito y menos aun triunfar de las TENTACIONES. Por eso dice San Lorenzo Justiniano: “Así como el soldado no marcha al combate sin estar protegido por sus armas, así el cristiano nada deberá emprender sin el socorro de la oración. Luego, habrá de revestirse de esta armadura siempre que salga de su casa, cuando a ella vuelva, cuando pasee o cuando trabaje en sus asuntos; nunca deberá de entregarse al sueño sin haber antes alimentado su alma con el alimento saludable de la oración.”

No existe nada más eficaz para SANTIFICARNOS que el trato con la santidad misma. De esa manera aprendieron los siervos de Dios a practicar todas las virtudes. Decía San Buenaventura que el edificio de las buenas obras no cimentado en la oración es edificio inestable; y San Juan Crisóstomo aseguraba que cuando un alma no tiene gran deseo de oración y no se aplica a ella con cuidado CONSTANTE Y ARDIENTE, no existen en ella ni dones excelentes ni virtudes sublimes. Y daba este consejo que deberíamos seguir: “Cuando tenemos que dejar la oración, hagámoslo, quedando COMO EL PEZ FUERA DEL AGUA; porque así como el agua es el elemento y la vida de los peces, así la oración deberá ser nuestro elemento y nuestra vida.”

Veamos si son éstos nuestros sentimientos y si no perdemos inútilmente los momentos que podríamos emplear en conversar con Dios; si nos distraemos con pensamientos vanos precisamente durante el tiempo precioso de la meditación, de la Misa, de la acción de gracias después de la Comunión, cuando más debiéramos reconcentrar en Dios nuestra atención. ¿Oramos al levantarnos, antes y después de realizar las obras más importantes del día? ¿Invocamos la ayuda del Señor siempre que nos vemos tentados, probados, humillados? ¿Sabemos dar gracias al Padre celestial en cualquier acontecimiento feliz de nuestra vida?
¡Oh Dios mío! ¡Cuán lejos estoy de tener el espíritu de oración que animaba a tus santos; dígnate derramarlo sobre mí con la abundancia de la gracia divina, para que pueda caminar siempre, alumbrado por tu luz y siempre pendiente de tu divina Voluntad! (Colosenses 4, 2).

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