MIÉRCOLES ANTES DE PENTECOSTÉS


EL DON DE SABIDURÍA

Desde el pecado original se perdió el gusto por la virtud, y el yugo del Señor parece triste y pesado. Pero el don de la Sabiduría, dice San Bernardo, AHOGA EN NOSOTROS los instintos de la carne, purifica el entendimiento y sana el paladar de nuestro corazón enfermo. Nos inspira profundo hastío de los bienes perecederos, siendo su efecto contrario al de la falsa sabiduría de los mundanos, que consiste solo en buscar con ardor las riquezas, los placeres y los honores terrenales. Por eso dijo San Pablo: “La sabiduría de este mundo es necedad delante de Dios (1 Corintios 3, 19).”

Los SANTOS que entendieron la verdadera sabiduría, nada quisieron saber de la sabiduría de los mundanos. Comprendieron perfectamente estos oráculos sagrados “¿En dónde se halla la sabiduría y cuál es el lugar donde reside la inteligencia? El hombre no conoce su valor, ni ella se halla en la tierra de los que viven en delicias (Job 28, 12-13).” “Así es que no entrará en alma maligna la sabiduría, no habitará en el cuerpo sometido a pecado (Sab. 1, 4).” Esto lo explica San Pablo: “El hombre animal no puede hacerse capaz de las cosas que son del Espíritu de Dios; pues para él todas son una necedad y no puede entenderlas, puesto que se han de discernir con una luz espiritual que no tiene (1 Cor. 2, 14).” DESPRENDIÉNDOSE DE ESTO que es imposible mezclar a Dios con los sentidos, y la vida perfecta con la vida cómoda y sensual; siendo la primera cualidad de la verdadera sabiduría la de ser casta y mortificada. Además, el don de Sabiduría nos aleja de todo aquello que trasciende a orgullo, presunción, vanagloria, envidia, dureza de corazón, odios y rencores contra los prójimos. Por eso dijo Santiago: “La sabiduría que desciende de arriba, además de ser honesta y llena de pudor, es pacífica, modesta, dócil, concorde con todo lo bueno, llena de misericordia y de excelentes frutos de buenas obras, no se mete a juzgar y está exenta de hipocresía (Santiago 3, 17).” Luego, si tuviéramos el don de Sabiduría, éstos serían los sentimientos de nuestro corazón. Pero ¿acaso son éstas nuestras DISPOSICIONES interiores? ¿Hacemos morir en nosotros al amor propio, al egoísmo, al afán de darnos gusto en todo buscando nuestras comodidades y halagando a la carne? ¿Nos molesta ser alabados? ¿No buscamos, por el contrario, ser en todo aplaudidos? ¿No tenemos la ambición de parecer grandes a los ojos de los hombres? Examinémonos bien y veamos qué hay en el fondo de nuestro corazón, y si en él dominan estas tendencias tan contrarias a la humildad evangélica. Procuremos de ahora en adelante sentir profunda aversión hacia cuanto parezca impregnado de espíritu mundano, de orgullo, de sensualidad; y, siguiendo el consejo de Jesús a San Francisco de Asís, miremos como amargo lo que es dulce, y como dulce lo que es amargo a la naturaleza.
                           
¡Oh Dios mío, Espíritu de Amor! Haz que no quiera gustar las satisfacciones de los sentidos, ni los goces pasajeros, ni los placeres de la vida, ni cuanto halaga al amor propio. Hazme, por el contrario, despreciar como barro del camino los bienes terrenales y caducos para llegar algún día a poseer a Jesucristo, Bien supremo y eterno.

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