QUINTO DOMINGO DESPUÉS DE PASCUA
LA
ORACIÓN
El Señor, al traernos a
este mundo, nos ha colocado como en un campo de batalla, donde siempre
deberemos COMBARTIR. Si lucháramos solos, pereceríamos miserablemente; pero
Dios, que no nos abandona nunca, nos ha dado para defendernos el arma poderosa
de la oración con la cual podremos ahuyentar al enemigo. Tomemos, pues, la
costumbre de recurrir al Señor siempre que tengamos que combatir contra
nosotros mismos, contra el mundo o contra Satanás, revistiéndonos, según la
expresión de San Pablo, “de la armadura de Dios, para poder contrarrestar las
asechanzas del diablo (Efesios 6, 11)”. Porque si oramos mientras dura la tentación,
atraeremos sobre nosotros la protección del Todopoderoso, que infundirá en
nuestra alma la fuerza de aquel que es el Invencible.
Y no solo debemos orar durante el
combate, sino también DESPUÉS DE LAS CAÍDAS, porque de esta manera evitaremos
el desaliento, podremos calmar los remordimientos de la conciencia, haremos que
nuestro corazón se llene de sentimientos de arrepentimiento, impregnado todo él
de confianza. “Y entonces venid y litigaremos, dice el Señor. Aunque vuestros
pecados os hayan puesto como la grana, quedarán vuestras almas blancas como la
nieve; y aunque estuviesen como el bermellón, se volverán del color de la lana
más blanca (Isaías 1, 18).” Nuestro divino Maestro pronunció estas palabras,
tan llenas de consuelo: “Venid a mí todos los que andáis agobiados con trabajos
y cargas, que yo os aliviaré (Mateo 11, 28).” Luego, en vez de desconsolarnos,
de turbarnos, de dejarnos vencer por el abatimiento a causa de los pecados e
infidelidades, vayamos confiados a Jesús, porque él es el médico divino, el único
que puede purificarnos, salvarnos y sanarnos.
Oremos
también cuando tengamos PENAS, cuando estemos TRISTES. Nadie mejor que Cristo
crucificado podrá consolarnos, Cristo Nuestro Señor, Varón de dolores, modelo y
refugio de todos los que sufren. El Maestro, que sabía nuestra impotencia, nos
mandó que oráramos siempre. Pero cuán útil y necesaria es sobre todo la oración
cuando llega para nosotros la hora del sufrimiento, de la prueba. Por eso,
oyendo su voz, vayamos a él viéndonos agobiados por la carga de las penas,
porque Jesús nos aliviará. Si queremos ser perfectos, no dejemos nunca de orar.
Según San Lorenzo Justiniano, la oración asidua hace que vean claramente
aquellos que estaban ciegos, que sean fuertes los que antes eran débiles, y
santos quienes fueron pecadores; y añade San Pedro Crisólogo: “La oración no
solamente nos hace conservar la amistad divina, sino que además nos desprende
de la tierra, nos eleva hacia el Cielo, nos hace vivir familiarmente con los
ángeles y con Dios.” ¿Por qué, entonces, despreciando ese gran medio de
salvarnos, nos ocupamos en cosas inútiles, dejamos vagar la imaginación en
sueños vanos, y no empleamos los ratos de ocio en conversar con Dios, que es la
fuente de toda luz, de toda gracia y de toda santidad?
¡Oh Jesús!,
enséñame a embalsamar mis acciones con frecuentes oraciones jaculatorias para
que mi corazón se levante hacia ti y atraigan sobre mi tu ayuda, sobre todo en
las luchas, los desfallecimientos y en todas las penas. Haz que, invocándote
mucho, aprenda a hacerme dulce y paciente con las personas de carácter difícil,
tranquilo y recogido interiormente aun en medio de los quehaceres del mundo;
siempre lleno de la unción de tu gracia divina y lleno también de amor hacia
ti.
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