VIGILIA DE PENTECOSTÉS


MARÍA Y EL ESPÍRITU SANTO.

La Virgen María, desde el momento de su inmaculada Concepción, recibió al Espíritu de Dios con una intensidad que no alcanzaron nunca los ángeles ni los santos reunidos; pero cuando el Verbo divino, por obra y gracia del Espíritu Santo, SE ENCARNÓ en sus purísimas entrañas, aquella infusión de gracia sobrepasó a cuanto uno pueda imaginarse. La Virgen Santísima, en quien jamás existió la más leve sombra de mancha, al ser investida de la sublime dignidad de Madre de Dios (dignidad superior a toda grandeza creada), había de ser digna, en cierto modo, por su perfección, de llevar ese título, ya que con él se le confería al mismo tiempo la noble y difícil misión de contribuir a la Redención del género humano, con luces, dones y privilegios dignos por su número y calidad de tan alta vocación. Por eso dijo San Bernardino de Sena que únicamente Dios pudo concebir el tesoro inmenso de gracias con que fue enriquecida la Madre divina el día feliz de la encarnación del Verbo.

Y aunque parezca inconcebible, la santidad de María Santísima NO DEJÓ DE CRECER ni un solo instante de su vida. Llenándose así de gracia, sobre todo en las épocas de los principales misterios de la vida y muerte de Jesús. ¡Cuántas virtudes heroicas practicó María en la Pasión del Señor! ¡Qué valor tan grande el suyo al subir con su Hijo al Calvario! ¡Qué constante se mantuvo al pie de la Cruz, atrayendo sobre sí los más señalados favores celestiales! Y el día de Pentecostés, en el momento solemne en que bajó el Espíritu Santo sobre los Apóstoles, en unión con María Santísima, congregados en el Cenáculo, este Espíritu divino se concentró de manera especial en el alma de la Virgen.
                            
Si queremos, a ejemplo de nuestra Reina, preparar nuestros corazones para la venida del Espíritu Santo, trabajemos con su ayuda por purificarnos, mortificándonos y juntar así el temor de Dios con la virtud de la confianza, la humildad con la grandeza del alma y la delicadeza de conciencia con la generosidad en el sacrifico. Subamos de la mano de María hasta Dios por los diversos grados del recogimiento, de la pureza de corazón y de la oración constante, a sabiendas de que si no paramos en nuestro camino, llegaremos a morir totalmente a nosotros mismos en unión de Jesús crucificado.
¡Oh Espíritu de Gracia y de Verdad! Tú que encuentras tus complacencias en los corazones, enteramente purificados de la vieja levadura de las pasiones dígnate darme el valor necesario para combatir la propia estimación, el amor a las comodidades, al bienestar y a la sensualidad; para que puedas reinar en mí, así como reinaste perfectamente en el alma purísima de María, Madre de Jesús y Madre también mía.

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