JUEVES DE PENTECOSTÉS
EL
DON DE TEMOR DE DIOS
El temor casto y filial,
don del Espíritu Santo, no es el temor de un siervo ni el de un mercenario,
sino más bien el respeto que puede tributar a su PADRE el hijo de un gran rey,
respeto que, lejos de destruir el amor, lo perfecciona. De este sentimiento
estuvieron penetrados los santos. Por eso San Francisco de Sales se mantenía
siempre en una actitud digna y modesta al mismo tiempo, quedando como anonadado
ante la Majestad suprema al hacer oración; por eso San Alfonso Mª de Ligorio,
por respeto a la presencia de Dios iba siempre con la cabeza descubierta.
Y no pensemos que este sentimiento
estreche los corazones, los violente y los acobarde, porque, como dice San
Bernardo, el temor es el principio de la Sabiduría, que, sin hacernos perder
ánimos, nos hace reflexionar seriamente acerca de la grandeza, de la justicia,
de la santidad y especialmente de la inmensidad de Dios, que llena todo el
universo, previniéndonos suavemente contra las distracciones, la inmodestia, la
negligencia y el amodorramiento en la práctica de los deberes y en nuestras
relaciones con la Majestad infinita de Dios.
Si tuviéramos
el don de temor de Dios, el pensamiento de la presencia divina nos inspiraría
sentientos de profunda adoración, de recogimiento, de fervor, de vigilancia.
¿Nos descuidaríamos si nos dijéramos interiormente: “Estoy bajo las miradas de
Dios, suma santidad, cuya grandeza hace estremecerse y temblar las columnas del
cielo (Job 26, 11)”? Pero desgraciadamente no son éstos nuestros sentimientos,
porque cuántas veces nos distraemos, cuántas veces dejamos volar la
imaginación, cuán poco mortificamos las miradas y cuán irreverente compostura guardamos
al meditar, orar, asistir al Santo Sacrificio de la Misa o visitar al Santísimo
Sacramento.
¡Oh Dios mío!
Concédeme verdaderos sentimientos de humildad, de temor y de respeto,
haciéndome ver por una parte el abismo de mi nada, mi ignorancia, mi corrupción
y mis pecados, y por otra tu sabiduría sin límites, tu pureza por esencia, tu
santidad increada. Recuérdame con frecuencia la grandeza de tu majestad
soberana, que llena el universo, y concédeme las siguientes gracias: 1ª,
adorarte con todo mi corazón, a la manera que te adoran en el cielo los ángeles
y los santos; 2ª, demostrarte de modo particular mi amor y veneración en los
templos, donde mora el Santísimo Sacramento de la Eucaristía.
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