LA PRECIOSA SANGRE DE JESÚS


Caídos bajo la tiranía de Lucifer, los demonios habían hecho guarida en nosotros. El Verbo eterno, que NOS QUERÍA PARA SÍ, tomó un corazón como el nuestro, un corazón para que diera a sus venas sagradas la sangre con la cual había de redimirnos. Como dijo el Príncipe de los apóstoles, Jesús no obró nuestra redención a precio de plata ni de oro, sino a costa de su Sangre, cuyo valor es infinito. Todas las criaturas juntas serían impotentes para pagar el precio que costaron nuestros corazones, por lo cual debemos conservárselos aquél que no se conformó con crearlos para sí mismo, sino que quiso reconquistarlos después de su caída, de tal manera que nadie que no fuera él pudiera señorearse de ello sin cometer injusticia.

Nuestros corazones estaban feamente mancillados, eran miserables. Ni con un diluvio de sangre humana hubieran podido ser PURIFICADOS ni hechos agradables a los ojos del Padre celestial. El Salvador no solo derramó por nosotros lágrimas, las más preciosas de cuantas han corrido por la tierra y que hubieran bastado para santificar una infinidad de mundos, sino que, llevado de su amor, quiso hacer aún más por las almas y les preparó un baño con su sangre. ¡Oh cuán prodigioso e inefable exceso de bondad, que nos resistiríamos a creer si el Espíritu Santo no nos lo hubiera asegurado!
                           
Por los méritos de su sangre, Jesús NOS DOTÓ con el don inestimable de la gracia habitual, adornó nuestras almas con virtudes e hizo de ellas santuarios interiores más ricos que los palacios de los reyes. Convertidos de esta manera en hijos del Altísimo, nada tendríamos que envidiar a los ángeles, como no fuera su insigne privilegio de pertenecer a Dios para siempre, sin temor de perderle jamás. Con esa sangre divina quiso el Salvador proveer a nuestras necesidades, abriéndonos con ella las puertas del cielo, donde seremos un día su dominio y su reino.
¡Oh inapreciable caridad de Jesús!, ¿con qué podré corresponder a semejantes beneficios? Darte gracias y amarte es deber para mí, no solo de agradecimiento, sino también de justicia; porque mi corazón te pertenece por entero. Tú lo redimiste, purificaste, santificaste; tú lo destinaste a poseerte durante toda la eternidad. Tuyo es, Señor, y yo jamás me atreveré a disputárselo, inclinándolo hacia las criaturas. Quiero de ahora en adelante RECOGERME Y ORAR sin tregua, para conservarme siempre puro de toda falta y libre de todo afecto que no se dirija a ti.

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