LUNES DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD
NUESTRA ALMA IMAGEN DE LA TRINIDAD
Dios ha formado el alma,
no con sus manos poderosas, sino con un soplo de su boca, es decir, que la
formó A SU IMAGEN y semejanza, haciéndola, como él, espiritual e inmortal, dotándola
de inteligencia, de voluntad y de libertad, y haciéndola capaz de concebir
nobles pensamientos, tener altas aspiraciones, actividad sin reposo y un deseo
de goces y de felicidad que nunca se ve saciado. –Si apreciamos un retrato por
el talento del artista que lo ha realizado, ¡cuánto debemos apreciar nuestra
alma, que es la obra de Dios inmenso, Creador del universo! Si VENERAMOS un
retrato según la imagen que en él vemos representada, cuánto debemos venerar
las almas, que son imágenes vivientes del Altísimo.
SU BELLEZA NATURAL sobrepasa todas las
bellezas del mundo. Ni el firmamento con sus millones de estrellas
resplandecientes, ni el sol en todo su esplendor, ni los palacios de los reyes,
ni el boato de sus cortes, ni los más precisos jardines, ni el espectáculo
maravilloso de la naturaleza podrá a ella comparase, ni siquiera dar una idea
de las bellezas de este retrato de Dios, de nuestra alma. Lleva en sí rasgos de
la santísima y adorable Trinidad. Tiene el ser semejante al Padre, tiene la inteligencia
semejante al Hijo y tiene el amor semejante al Espíritu Santo. Nuestro espíritu
engendra su pensamiento, así como el Padre engendra a su Verbo, y del amor que
surge entre la razón y la idea que ha concebido se forman los actos de nuestra
voluntad, así como el Espíritu Santo, amor substancial, procede del Padre y del
Hijo. ¡Qué poco conocemos la grandeza de nuestra alma o qué pronto nos
olvidamos de ella!
Recordemos
con frecuencia que somos como los intérpretes de miles de criaturas privadas de
razón, y, por tanto, por ellas debemos alabar a Dios, que las ha creado; cuando
tengamos que servirnos de estas criaturas, sirvámonos de ellas para su fin, que
es el de ayudarnos a conocer y a amar al
Creador. Pero ¡cuántas veces, en vez de obrar así, nos hemos servido de las
cosas exteriores para ofender a Dios y para satisfacer nuestras malas
inclinaciones, sin pensar que cometíamos una injusticia y una ingratitud, y al
mismo tiempo nos degradábamos y nos hacíamos dignos de los castigos eternos
pecando mortalmente.
¡Oh Dios mío!, me arrepiento sinceramente de haberme
servido de tus beneficios, de tantas cosas como creaste con miras a mi
salvación, para satisfacer mis vanidades y complacer mi amor propio,
ofendiéndote con ellas en vez de santificarme. Te suplico me concedas valor
para que, apreciando la dignidad de mi alma, sepa colocarme por encima del
mundo de los sentidos:
1º,
mortificando mi cuerpo, deseos y pasiones;
2º,
desprendiéndome de los bienes pasajeros;
3º, viviendo constantemente
bajo tu imperio, siempre tan sabio y siempre tan digno de amor.
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