LUNES DE LA SEGUNDA SEMANA DE PENTECOSTÉS


      LA COMUNIÓN ESPIRITUAL

“Se recibe espiritualmente el Cuerpo de Jesucristo, dice Santo Tomás, cuando se cree en su presencia real bajo las especies eucarísticas, y con ardor se desea recibirle sacramentalmente.” El Santo Concilio Tridentino asegura: “que las almas que desean comer este pan celestial con la fe viva que anima la caridad, notan en sí mismas LOS FRUTOS y las ventajas que de él se recogen. Y Santa Teresa de Jesús añade que por la Comunión espiritual se imprime más profundamente en nosotros el amor de Cristo. Un día, la bienaventurada Margarita María deseaba ardientemente comulgar, y apareciéndosele el Señor, le dijo: “Hija mía, tu deseo ha penetrado tan hondo dentro de mi corazón, que si yo no hubiera instituido este sacramento de amor, lo instituiría ahora para ti sola: porque es tanto lo que ME AGRADA ser deseado, que tantas veces como un corazón expresa tal deseo, otras tantas le miro con ternura para atraerle hacia mí.”

¡Qué numerosas son las VIRTUDES que la Comunión espiritual nos hace practicar! La fe en la presencia real, la confianza que nos lleva a orar, el amor que inflama nuestros deseos… Por la Comunión espiritual se nos da el gusto de las cosas divinas, aprendemos a recogernos en presencia del Señor, aumentamos el fervor del alma, somos más fieles a la gracia, afirmamos y robustecemos la voluntad en la práctica del bien, y a veces, por una fervorosa Comunión espiritual, recogemos más provecho para el alma que la comulgar sacramentalmente con menos amor.
                           
La Comunión espiritual tiene además la ventaja de que podemos renovarla a cada momento del día y de la noche, pudiéndose hacer en CUALQUIER LUGAR en que uno se encuentre, sin llamar la atención de nadie más que de Jesús, que se complace en responder a nuestro santo ardor con un sinnúmero de gracias.
Digamos, pues, al Señor con frecuencia estas palabras de David: “¡Dios mío!, a ti aspiro y me dirijo desde que apunta la aurora. De ti está sedienta el alma mía; y ¡de cuántas maneras lo está también este mi cuerpo! (Salmo 62, 2).” “Como brama el ciervo sediento por las fuentes de agua, así, ¡oh Dios!, clama por ti el alma mía. Sedienta está mi alma del Dios fuerte y vivo. ¡Cuándo será que yo llegue y me presente ante la cara de Dios! (Salmo 41, 2-3)” para recibirte dentro de mí. ¡Oh Jesús de mi alma!, ¿por qué no tendré yo el amor de San Francisco de Asís, de Santa Teresa, de San Alfonso María de Ligorio, para transformar mi vida entera en una comunión de deseo? Desdichadamente, la frialdad, la cobardía, la disipación y los apegos terrenos no me dejan suspirar por ti con la debida frecuencia. Sin embargo, Jesús mío, en la divina Eucaristía eres el mismo Jesús que dijo a los leprosos: “Yo lo quiero, sed curados”; a la viuda de Naím: “No llores”, y a Lázaro: “Sal afuera”. Yo debiera, por tanto, desear siempre en mí tu presencia divina para ser curado de mis enfermedades espirituales, consolado en mis penas, levantado en mis caídas y asegurado en tu amor. Inflámame, pues, en los santos ardores que consumían a tu Madre divina y a tus más fieles servidores.

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