MARTES DE PENTECOSTÉS


PETICIONES AL ESPÍRITU SANTO

Abandonado a sí mismo, el hombre permanecería en el triste estado en que cayó desde el pecado original, SIN PODER SALIR  de él a causa de su viciada naturaleza. Así como nos es imposible elevarnos corporalmente y permanecer en el aire si no somos sostenidos, tampoco puede nuestra alma hacer acto alguno sobrenatural ni remontarse hacia Dios si no le ayuda la gracia divina. Por eso dijo el Apóstol: “… no porque seamos suficientes o capaces por nosotros mismos para concebir algún buen pensamiento, como de nosotros mismo: sino que nuestra suficiencia o capacidad viene de Dios (II Corintios 3, 5).” Si sabemos persuadirnos de estas ideas, si sentimos de este modo y obramos en consecuencia, poseeremos el buen espíritu, espíritu de humildad que nos lleva a anonadarnos ante la Majestad divina y hace que nos consideremos siempre los últimos en méritos y virtudes.

El primero y principal efecto de esta humildad es una entera DEPENDENC IA de Dios. La fe nos dice que nada podemos en el orden sobrenatural y que, sin embargo, para salvarnos debemos elevarnos al orden sobrenatural; luego habremos de recurrir necesariamente al Señor, único autor de toda gracia, y habremos de depender de sus divinas inspiraciones y de su ayuda para adelantar en el camino del cielo. Como un niño pequeñito no puede dar paso si no se le lleva de la mano o si no se le sostiene, así nosotros necesitamos que nuestro Padre celestial nos sostenga y conduzca, porque sin él ni siquiera podríamos ponernos en movimiento por las sendas de la virtud. Así lo dice San Pablo: “Porque Dios es el que produce en vosotros así el querer como el obrar, según su beneplácito (Filipenses 2, 13).”
                           
Obrar en consecuencia con esta verdad, es decir, PIDIENDO SIN CESAR la ayuda divina, es también tener buen espíritu, el espíritu de aquel que dijo: “En verdad os digo que si no os volvéis y hacéis semejantes a los niños en la sencillez e inocencia, no entraréis en el reino de los cielos (Mateo 18, 3).” Ser como niños consiste en que comprendamos nuestra impotencia para obrar el bien, en buscar siempre el apoyo de Dios y en rogarle incesantemente que nos ilumine, nos dirija y nos sostenga, cumpliendo así el precepto divino: “Hay que orar perseverantemente y no desfallecer (Lucas 18, 1).”
¡Oh Dios mío! ¿Por qué no habré estado siempre animado de semejantes disposiciones, en vez de presumir de mí, afrontando el peligro en tantas ocasiones, sin contar más que con mis escasas fuerzas? ¿Cómo me habré atrevido tantas veces a descuidar las meditaciones, las lecturas piadosas, la asistencia a la Santa Misa, la Comunión y demás ejercicios devotos como si no fueran absolutamente necesarios para mi vida espiritual? Hazme comprender. ¡oh Señor!, que el orgullo es el principio de todo mal, y que la HUMILDAD es, en cambio, el origen de todo bien. Concédeme, por tanto, esta preciosa virtud, para que ella me inspire vigilancia de mí mismo, temor por mi debilidad y espíritu de ORACIÓN CONSTANTE; para que me enseñe a vivir siempre bajo el imperio del Espíritu Santo y me haga sumiso y dócil a sus DIVINAS INSPIRACIONES.

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