MIÉRCOLES DE LA SEGUNDA SEMANA DE PENTECOSTÉS
HOMENAJES
DEBIDOS A LA DIVINA EUCARISTÍA
“Creo, decimos con la
Santa Madre Iglesia, en un solo Señor, Jesucristo, Hijo unigénito de Dios. Y
nacido del Padre antes de todos los siglos. Dios de Dios, Luz de Luz, DIOS
VERDADERO de Dios verdadero (Símbolo de Nicea).” Este Señor en que creemos,
queriendo salvar a los hombres, se encarnó, murió sobre una cruz, y aunque
resucitó y en los cielos está sentado a la diestra de Dios Padre todopoderoso,
permanece con nosotros en las iglesias bajo las especies eucarísticas, y obra
tales prodigios tan numerosos que nos resultan incomprensibles. Los ángeles
mismos, dice Santo Tomás, no pueden conocerlos sino alumbrados por la luz de la
gloria que los ilumina en los cielos. Rodean esos ángeles, espíritus felices, a
su Señor en nuestros santuarios y prostérnandose ante su presencia divina con
respeto sin límites.
¡De qué sentimientos de devoción
debiéramos sentirnos también nosotros animados al adorar al mismo Dios, CREADOR
DEL UNIVERSO! De él recibimos la existencia, él es quien da vida a todo y por
él subsisten las cosas (Col. 1, 17).” El es quien un día citará a su tribuna a
los poderosos de este mundo y JUZGARÁ a todas las naciones y a todos los reyes.
¿Cómo es posible, entonces, que nos atrevamos a comparecer ante su divina
presencia con gesto distraído, mirando a todos lados para satisfacer la
curiosidad, permaneciendo allí en actitud poco piadosa, y a veces hasta
faltando a la imprescindible educación? La distancia que existe entre nosotros
y Dios es infinita. Si el Señor se digna salvarla a favor nuestro, no nos da
por ello motivo para que, olvidados de nuestra nada, desacatemos su grandeza
sin límites. Cuando San Alfonso entraba en una iglesia, se estremecía
sobrecogido de inmenso respeto, y, santiguándose con agua bendita, lleno de fe
y de recogimiento, avanzaba humilde y lentamente hacia el altar. -¡Qué cuenta
tendremos que rendir a Dios, si por nuestra actitud y conducta no demostramos
la diferencia que existe entre nuestros santuarios y las habitaciones profanas!
¡Oh Jesús
mío! Son incontables las veces que me olvido de tus divinas perfecciones y de
tu majestad soberana, aun cuando acudo a adorarte en tu santo templo. Y, sin
embargo, como dijo el Profeta, “todas las naciones son delante de ti menos que
un átomo (Is. 40, 15-17).” ¿Qué seré yo entonces, vil e ingrato pecador? ¿Cómo
he podido con tanta frecuencia faltarte al respeto, aun estando al alcance de
tus miradas? Concédeme la gracia de
presentarme ante ti con profundísima humildad y lleno de santo temor. Te ruego
me ayudes a cumplir estas resoluciones: 1ª honrarte públicamente y sin respetos
humanos cuando te lleven por Viático o procesionalmente; 2ª mantenerme siempre
modestamente recogido en las iglesias en que habitas; 3ª hacer la genuflexión
no por rutina, sino pausadamente, acompañándola con actos interiores de fe, de
adoración y de amor.
Comentarios
Publicar un comentario