SÁBADO DE LA SEGUNDA SEMANA DESPUÉS DE PENTECOSTÉS
EMBLEMAS DEL
CORAZÓN DE JESÚS
Se representa al Corazón
del Hombre-Dios rasgado por una HERIDA. Esta llaga nos recuerda la muerte
dolorosa del divino Redentor y la fuente de bienes que de ella se derramó.
Apenas hubo Jesús expirado, un soldado, blandiendo la lanza, le traspasó el
costado, abriéndole una ancha herida, herida sagrada, dice San Agustín, que fue
para nosotros puerta de la vida. El agua que de ella salió es símbolo del
Bautismo, por el cual nacemos a la vida de la gracia y somos constituidos hijos
de la Iglesia. La sangre que de allí manó es figura de la Eucaristía, alimento
y fuerza de las almas. Al contemplar este Corazón llagado, debiéramos recordar
los beneficios de nuestro Salvador y a la par los dolores que Jesús padeció
para procurárnoslos.
Las ESPINAS que rodean al Sagrado
Corazón nos traen a la imaginación la corona de espinas incrustada en la cabeza
adorable de Jesús, que no le fue quitada, asegura Orígenes, hasta después de la
muerte. El Señor había dicho a nuestro primer padre, Adán: “Maldita sea la
tierra por tu causa; espinas y abrojos te producirá.” Fue esta terrible
maldición el anuncio de las tribulaciones merecidas por nuestros pecados. Con
todo, no temamos, porque Jesús, nuevo
Adán, apuró toda su amargura con las PENAS INTERIORES que le atormentaron
durante la vida, y nos recuerdan las espinas con la cuales se rodea el Corazón
sagrado.
¿Y no es la
Cruz, colocada sobre este amante Corazón, el símbolo del dolor, nota dominante
de la vida del Redentor? ¡Cuán grandes fueron las angustias que padeció
previendo durante treinta y tres años todas nuestras ingratitudes y los
tormentos que le aguardaban! Sí, al igual que el Salvador, tenemos penas todos
los días ¿cómo las soportamos? ¿No nos quejamos demasiado, impacientes y
malhumorados? Si obramos así, no solo las hacemos más graves, sino que perdemos
también el mérito que tendríamos si supiéramos llevarlas de otro modo. Además, la
resignación nos las dulcificaría y harían útiles con la unción de la gracia,
que nos ayudaría a llevar la cruz con menos trabajos; nos preservaría del
purgatorio y nos merecería un puesto en el cielo entre los elegidos.
¡Divino
Redentor mío!, enséñame a mortificar la susceptibilidad y todas estas
pasioncillas, que con tanta frecuencia me impiden resignarme enteramente a tu
beneplácito. Ayúdame a cumplir fielmente estas RESOLUCIONES: 1ª unir mis penas
a las tuyas y ofrecérselas a Dios cuando se apuesta a prueba mi paciencia; 2ª
guardar entonces silencio y pedirte acudas a mi auxilio para que pueda ahogar
toda queja y murmuración.
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