SÁBADO INFRAOCTAVA DEL CORPUS
MARÍA
Y LA EUCARISTÍA
María es comparada en la
Sagrada Escritura a una NAVE, porque trae a la tierra todos los bienes del
cielo; y nave de MERCADER, por causa de la solicitud con que se ocupa en
nuestra felicidad. Sobre todo, la Virgen nos ha dado el Pan de Vida, “SU PAN”
según el texto sagrado, porque está formado de su misma sustancia. “La carne de
Jesús, dice San Agustín, es la carne de María.”
Ella nos ha traído este pan de LEJOS,
al hacerlo bajar de los altos cielos. El Verbo divino era en la gloria el
alimento de los espíritus bienaventurados, alimento demasiado fuerte para
nuestra debilidad, y la Virgen, al consentir en la Encarnación del Verbo
increado, le puso a NUESTRO ALCANCE, dándole el cuerpo y la sangre que nos
alimentan bajo las especies eucarísticas, cumpliéndose de esta forma la palabra
del Salmista: “Pan de ángeles comió el hombre”, y éstas otras del Profeta
Isaías: “Te criarán regios pechos (Is. 60, 16).” ¿No es acaso la Madre de Dios
quien se hace nuestra nodriza en la sagrada Comunión? Bajo las sagradas
especies recibimos en nosotros al Hijo que ella dio a luz en el portal de
Belén. ¡De cuánta alegría y gratitud rebosarían los corazones de San Antonio de
Padua, de San Estanislao de Kostka, al estrechar entre sus brazos al Niño Jesús
que les entregó María! Pues nosotros, cuando comulgamos, recibimos a este mismo
Jesús, no solamente en nuestros brazos, sino dentro de nosotros y en forma de
alimento. ¡Qué grande es la ternura de María hacia nosotros! ¿Cómo podríamos
expresar a nuestra Madre dulcísima nuestro amor y nuestra gratitud? ¿Qué
lengua, exclama San Pedro Damiano, sería capaz de alabarte dignamente, y qué
corazón podría amarte lo bastante a ti, que das a nuestra debilidad un alimento
tan sustancioso y tan divino?
Propongámonos
de ahora en adelante pensar en María Santísima, siempre que recibamos a Jesús
en la sagrada Eucaristía y acrecentar diariamente en la Comunión nuestro amor
hacia el Hijo y hacia la Madre. Unámoslos en nuestros pensamientos, en nuestros
afectos, en nuestras devociones e imitemos sobre todo sus virtudes en nuestras
relaciones con Dios y con el prójimo.
¡Oh Jesús,
amado Salvador mio!, por intercesión de tu purísima Madre, te ruego me infundas
la fuerza necesaria para imitar tu abnegación, paciencia, vida interior y
escondida que con tu ejemplo me predicaste durante tu vida mortal, cuyo
edificante recuerdo nos trae la divina Eucaristía y renueva diariamente la
consoladora realidad de tu presencia.
Comentarios
Publicar un comentario