8 DE JULIO
HAY
QUE MORTIFICAR LAS PASIONES.
A la manera
que las nubes oscurecen el sol, las pasiones depravadas oscurecen la RAZÓN.
“Ellas son, dice San Pablo, la raíz de todos los males, y algunos dejándose arrastrar
por ellas, se desviaron de la fe y se sujetaron a muchas penas (1 Tim. 6, 10).”
Leamos la historia de los heresiarcas; sus instintos perversos fueron la causa
de su ruina. La pasión es una nube que se interpone entre el alma y Dios, sin
más luces que las propias tan escasas, es el momento de las equivocaciones
lamentables. David, cegado por la concupiscencia, cometió dos grandes crímenes,
que lo arrastraron a él y a su familia a un abismo de terribles desgracias.
Siempre de acuerdo con el mundo y el
demonio, las malas inclinaciones son en manos de ambos los instrumentos de
nuestra perdición. Cuántas víctimas subyugan diariamente con fantásticas
promesas, corrompiendo el CORAZÓN, turbándolo, inquietándolo y llenándolo de
remordimientos. Por eso escribió el apóstol Santiago: “¿De dónde nacen las
riñas y pleitos entre vosotros? ¿No es de vuestras pasiones, que guerrean en
vosotros (Sant. 4, 1).”
Si no nos
ponemos en guardia contra ellas, y si no sabemos resistirles constantemente, la
VOLUNTAD RAZONABLE será su víctima, y el mayor de los desórdenes reinará dentro
del alma, porque la naturaleza y sus instintos la dominarán y reducirán a la
más vergonzosa de las servidumbres. ¡Cuántas personas hay en el mundo,
encadenadas por el demonio con los lazos de las pasiones y llevadas y traídas
por él como rebaño de esclavos, del que se sirve para corromper a los demás,
contagiándolos con sus vicios!
Examinémonos
y veamos: 1º si no existe en nosotros algún vicio o mala inclinación por mortificar,
causa de nuestra viveza de carácter, de nuestras maledicencias, de nuestras
indiscreciones o de la costumbre de alabarnos, rebajando al prójimo; 2º si nos
cuidamos de reprimir y de ordenar nuestros sentidos, humor y carácter, para no
manchar nuestro corazón ni contrariar al prójimo. –Luchemos con denuedo contra
el origen de estos defectos; ayudémonos para ello de la meditación, la propia
vigilancia, la oración en el momento de la lucha.
¡Dios mío! Infúndeme el
valor que necesito para unirme más a ti venciendo obstáculos, y que al mismo
tiempo me vaya alejando de mi mismo y de mi amor propio. Tanto aprovecharás
cuanto más fuerza te hicieres. (Imit. De
Cristo, lib. I cap. 25).
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