18 DE SETIEMBRE

 

JESÚS EN LA CRUZ.

Hace más de veinte siglos tuvo lugar sobre las cumbres del GÓLGOTA, el drama sin igual de la muerte de Dios. El Creador del género humano, encadenando su omnipotencia, se dejó prender y atar por sus criaturas, y éstas le condujeron al Calvario, y crucificándole en un infame patíbulo, lo ajusticiaron entre dos bandidos. ¡Qué monstruosa ingratitud! Toda la naturaleza se conmovió, tembló la tierra, el sol no quiso alumbrar a los deicidas, y los siglos venideros jamás podrán olvidar esta muerte cruel, obra de los pecadores y de los enemigos de Jesús.

Pero los pecadores, no contentos con haberle inmolado sobre la cruz, le persiguen aún TODOS LOS DÍAS. Cuando Jesús fue presentado en el Templo, predijo el anciano Simeón que “estaba destinado para ser blanco de contradicción (Luc. 2, 34)”; y su profecía se ha cumplido, porque lo mismo en nuestra época que en la era del paganismo, no solamente se ataca a Cristo en su doctrina, sino que también se le ataca en su SACRAMENTO DE AMOR, en el que se esconde para colmarnos de bienes. Y aunque nos parezca increíble, los hombres, en su maldad, llegaron hasta pisotearle en la divina Eucaristía, y arrojaron al agua y al fuego las hostias consagradas; veces hubo en que las dieron a comer a los animales y hasta rindieron con ellas culto a Satanás. ¡Horribles profanaciones! El ánimo se resiste a entrar en detalles. Poderosísimo motivo para que nos acercáramos al sacramento de la Eucaristía con el fin de desagraviar a Jesús en los sagrarios, donde reside día y noche.

Y no es menor el ultraje que le hacen los suyos al ofenderle MORTALMENTE que el ultraje que recibió de los judíos. Estos, dice San Pablo, al crucificar al Redentor, transgredían por ignorancia la ley mosaica; pero ¿qué puede decirse del pecador ingrato que a plena luz del Evangelio pisotea al Unigénito de Dios y le crucifica de nuevo? Por eso se reserva el Señor la venganza de semejante crimen, que reviste además, la maldad del SACRILEGIO, porque, añade el Apóstol, al desterrar a Dios del corazón, el culpable profana la sangre del nuevo Testamento y ofende al Espíritu de gracia que en él habita.

¡Oh Jesús!, cuán grande es mi desgracia, habiéndote ofendido y rechazado tantas veces a ti, mi Salvador, mi Sumo Bien y mi último fin. Hazme que aborrezca y repare vida tan llena de pecado; quiero meditar con frecuencia los motivos que tengo para odiar mis culpas y meditar sobre todo la escena de la crucifixión, para traer a la imaginación el espectáculo de un Dios suspendido entre el cielo y la tierra, muriendo de puro dolor para expiar mis iniquidades.

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