24 DE SETIEMBRE

 

NUESTRA SEÑORA DE LAS MERCEDES

A principios del siglo XIII, los moros, dueños de gran parte de España, tenían cautivos y ENCADENADOS a muchísimos cristianos, que atormentaban cruelmente para hacerles renegar de la fe. Muchos sucumbían, y la Iglesia lloraba la pérdida de sus hijos. Por todas partes se hacían votos y se imploraba a la Reina de la Misericordia para que pusiera pronto remedio a tantos males, y María, compadecida, al ver la angustia de sus hijos, se apareció en una misma noche a tres ilustres personajes y les ordenó que,  unidos en idéntico esfuerzo, fundasen una Orden religiosa, que tendría por objeto la redención de LOS CAUTIVOS. La empresa fue ejecutada, la Iglesia la aprobó y hoy celebra este favor singularísimo de María.

¡Cuántas enseñanzas se encierran en este hecho! Los cristianos cargados de cadenas nos recuerdan las ATADURAS del pecado, del demonio y de los apetitos carnales; ataduras que nos hacen desgraciados en esta vida y nos exponen a sufrir males terribles y eternos. Nosotros hemos sido libertados por María, que por su mediación colaboró con el Hijo divino en la obra de nuestra redención, librándonos de la más vergonzosa y cruel de las esclavitudes. Si alguno siguiera todavía encadenado, bien por la tibieza, bien por la costumbre de cometer pequeñas faltas o bien por alguna pasión o inclinación no mortificada, que invoque a la Reina poderosa, a la Madre de la misericordia, que desde el cielo se preocupa de las angustias y necesidades de sus hijos y servidores. Después de haber sacrificado por nosotros a su Unigénito, ¿cómo iba María a olvidar que una espada de dolor traspasó su corazón a causa de nuestra salvación? Si la Virgen obra tantos milagros a favor de cuerpos perecederos, ¡cuánto más generosa habrá de ser con las almas inmortales! ¿No nos ama con ternura y fuerza invencibles?

¿Por qué entonces nos lamentamos inútilmente al vernos miserables, agobiados bajo el peso de tantas imperfecciones? ¿Por qué luchamos siempre solos contra los defectos, las perversas inclinaciones, contra la concupiscencia, siempre al acecho; contra el orgullo y el amor propio, tan susceptibles y muchas veces causa de las sacudidas de nuestro corazón? Recurramos a María en todas las penas y combates, porque ella nos ayudará y nos consolará.

¡Oh ternísima Madre mía! Ya no sufriré, ya no lucharé solo contra mis enemigos, sino que, poniendo en ti toda mi confianza, recurriré a tu protección con el fin de alcanzar: 1º paciencia para soportar las penas y contrariedades; 2º la victoria sobre mí mismo y sobre las tentaciones que quisieran encadenarme todavía al pecado. Rompe para siempre las ataduras que sujetan mi corazón y no le dejan acercarse a ti y a tu Hijo divino.

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