25 DE SETIEMBRE

 

EL VERBO ENCARNADO SE DESPOSÓ CON EL DOLOR

El Verbo eterno es, como dice el Apóstol, el ÚNICO SER FELIZ en sí mismo, porque él solo posee la bienaventuranza por esencia y la plenitud de toda felicidad. Sin embargo, al ver a Adán y a toda su descendencia a punto de ser condenados a desgracias irreparables, se compadeció del género humano y se entregó por los hombres hasta el extremo de bajar a la tierra para llevar en ella durísima vida de PENAS y de TRABAJOS. El Verbo hubiera podido encarnarse y redimirnos luego con una oración; pero esto no bastaba a su caridad sin límites, ni de esta manera nos hubiera proporcionado los consuelos del ejemplo, siendo éste el motivo por el cual quiso soportar en el cuerpo y en el alma y sin el menor alivio los más acerbos dolores.

El divino Redentor, no solo quiso durante la Pasión, sino que escogió desde su encarnación el tormento de padecer, por PREVISIÓN, todos los sufrimientos de su vida. De ellos saturó su divino Corazón en todos los instantes de la vida mortal. La pobreza del nacimiento, el frío y las privaciones del establo, la dureza del pesebre convertido en lecho, la indigencia del destierro y el trabajo de Nazaret, todo sirvió para mortificarle e inmolarle como Víctima. También sufrió por anticipado los temores, el hastío y la tristeza mortal del Huerto de los Olivos. Llegaba hasta sentir los suplicios de la flagelación y de la coronación de espinas. Todas las burlas sangrientas de los judíos, sus atroces calumnias, sus gritos de muerte y, sobre todo, su deicidio, pesaban como losas sobre su Corazón sagrado. El Niño-Dios desde el instante de la encarnación, llevaba solo sobre sí el peso de las maldiciones divinas que nos estaban destinadas, y para preservarnos de ellas aceptaba desde entonces su injusta condenación, su cruel crucifixión y su dolorosísima muerte.

¡Oh Jesús mío! ¡Cómo condena tu valor en el sufrimiento mi cobardía y mis delicadezas! Tu Corazón, lejos de huir de las penas, las buscaba y se alimentaba de ellas como de pan delicioso, mientras que yo, tu discípulo, pongo todo mi afán en evitar disgustos y en buscar placeres. Concédeme, por lo menos, fuerza para soportar, a tu ejemplo divino, las contrariedades inherentes a mis deberes cotidianos y para imponerme por tu amor: 

1º algunas ligeras PRIVACIONES en la bebida, la comida y en mis gustos; 

2º algunas MORTIFICACIONES en las palabras y en las miradas, con  intención de honrar la vida llena de trabajos y mortificadísima de tu santa infancia, y para merecer así tus gracias y tus divinos favores.

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