26 DE SETIEMBRE

 

EL ALMA ES CAMPO QUE CULTIVAR

“El Reino de los Cielos, dijo el divino Maestro, es semejante a un tesoro escondido en el campo, que si lo halla un hombre, lo encubre de nuevo, y gozoso del hallazgo, va y vende todo cuanto tiene y compra aquel campo (Mat. 13, 44). “ Este CAMPO  es el de nuestra alma, y el TESORO es el de la gracia santificante, fuente de todo bien. Si queremos poseer campo y tesoro, habremos de ESCONDERLOS del mundo, es decir, tenerlos alejados de sus peligros, rechazando cuanto proviene de la naturaleza caída o cuanto nos induce al pecado.

¿Pero es acaso suficiente evitar el pecado? No; además, hay que cultivar el campo de nuestra alma y hacerle producir frutos sazonados, al modo de los santos, que arrancaban y plantaban. ARRANCABAN los defectos, las malas inclinaciones y las viciosas costumbres, y plantaban en su lugar las virtudes contrarias, porque no puede existir verdadera perfección sin RENUNCIARSE uno a sí mismo. Esto es precisamente lo que más se teme. Quisiéramos santificarnos, pero sin contrariar nuestras ideas, nuestra razón, nuestra voluntad. Oramos mientras la oración nos es agradable y fácil, pero en cuanto nos cansa y nos aburre, abandonamos las prácticas piadosas y caemos en la negligencia. Quisiéramos ser humildes, modestos, mortificados, pero luchamos débilmente contra el orgullo, la suficiencia, la presunción y la sensualidad. No ahondamos hasta las raíces del mal, o, como dice San Francisco de Sales, no llegamos hasta el mismo hondón del amor propio, de la propia estimación, del apego a las criaturas y del afán por buscar lo que no es Dios; y así dejamos que se deslice la vida, siendo nuestras virtudes más aparentes que reales.

Si permitimos que crezcan en nosotros las espinas de las faltillas y las zarzas de los defectos, espinas y zarzas terminarán por sofocar el buen grano y padeceremos de pobreza espiritual, la que fácilmente se encuentra en las almas piadosas que viven tranquilas en medio de sus imperfecciones y apenas si se preocupan del crecimiento, del progreso espiritual.

¡Dios mío! Aleja de mí la ligereza, la cobardía, la negligencia; defectos opuestos al espíritu de abnegación que va siempre unido a tu amor. Hazme sentir verdadero horror al pecado; haz que con sinceridad me desprecie a mí mismo y tenga firme voluntad de morir a todas las malas tendencias, para implantar en mí las máximas y las inclinaciones de Jesús. Porque éste es el único objeto de mi vida sobre la tierra: arrancar del corazón todo cuanto te disguste, y plantar, en cambio, sentimientos, afectos y virtudes agradables a tus ojos.

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