12 DE OCTUBRE

NUESTRA SEÑORA DEL PILAR 

¿Qué ha hecho María por nosotros? nos trajo la fe. Santiago nos predicó el Evangelio. Pero éramos tierra dura, aunque no ingrata. Necesitábamos el rocío del cielo, y vino María y empapó esta tierra, como antiguamente el vellocino de Gedeón (Jueces 6, 38). Desde su venida en carne mortal a Zaragoza, esta tierra comenzó a dar frutos abundantes de fe. Era una fe firme; como la fe de la Iglesia la fundó Cristo sobre piedra, la fe de España, que es la de la Iglesia Católica, la fundó María sobre un pilar solidísimo: el de su protección. La fidelidad de esta fe de España, tantas veces combatida y a pique de ser anegada y barrida, pero siempre indomable y triunfante, es un hecho manifiesto y admirable entre todas las naciones que componen el cuerpo de la Iglesia de Cristo.

Pero gracias a María, la fe de España no solo ha sido firme, sino fecunda. ¡Cuántos mártires, cuántos santos, cuántos sabios y predicadores han trabajado para defender la fe en España y en toda Europa! ¡Cuántos reyes, soldados y misioneros la llevaron por todo el mundo, como si sintiesen la vocación de Dios al apostolado de las naciones infieles! ¡Cómo cuajó en esta tierra el amor a Jesús y a María en el alma de tantos devotos anónimos del pueblo, de tantas personas ilustres, en miles de prácticas tan piadosas como teológicas, que han hecho creer que el pueblo español estaba saturado de cristianismo, que éste era segunda naturaleza suya, que hacía más vida religiosa que vida civil, por estar ésta impregnada en sentimientos y verdades religiosas! ¡Qué gracias tan grandes hemos de dar a Dios por habernos hecho una nación predilecta, hondamente cristiana y fiel! Pero ¿podemos repetir seguros el verso tan conocido: "La fe en España no morirá"?

Es cierto que toda la tierra de España es un santuario de María, pues no hay monte, ni valle, ni trozo de costa, ni ciudad, ni pueblo donde María no tenga un templo, una ermita, una estatua, un relieve, un cuadro o unos labios que cada día desgranen las Avemarías del Rosario. ¿Pero es ésta toda nuestra devoción, la verdadera devoción que María pide de nosotros en pago de sus favores?

Es cierto que todo esto es una parte de la devoción que la Virgen nos pide. Pero no es la principal ni la más obligatoria. ¡Pobres de nosotros si nuestra gratitud hacia María consistiese en unas piedras, o en unas plegarias de labios afuera solamente! Si aun conservamos la fe viva, demostrémoselo por obras: es la mejor prueba de amor a Dios y a María. ¿Cómo hacemos nuestras devociones? DISTRAÍDAMENTE y sin respeto ni sacrificio. INCONSTANTEMENTE, dejándolas apenas nos cuestan una molestia, apenas se hacen incompatibles con una frivolidad cualquiera. EGOÍSTAMENTE, más interesados por ventajas terrenas que por intereses espirituales.

Y lo peor es que con nuestras devociones hacemos compatible el pecado. Rezamos y pecamos, y nos exponemos a mil peligros, y escandalizamos a los demás. Rezamos y no excluimos la vida frívola, las conversaciones picantes y atrevidas, saturadas de sensualidad e irreverencia. Rezamos y no sabemos amar al prójimo, no perdonamos, no buscamos su bien espiritual. Pero ¿es que entre tantos pecados e imperfecciones nos está prohibido rezar? No. Pero rezar por rutina, por capricho, por superstición tal vez, no es rezar. Nos está prohibido rezar creyendo que con eso basta, sin poner esfuerzo en evitar pecados e imperfecciones.

Examinemos nuestras devociones a la Santísima Virgen y formemos el propósito: 1º de no dejarlas nunca; 2º de pedir en ellas más por nuestros intereses espirituales que por los temporales.

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