20 DE OCTUBRE

 CIENCIA DEL HOMBRE INTERIOR

"Yo soy el alfa y la omega, el principio y el fin de todas las cosas, dice el Señor (Apoc. 1, 8)." Conocer a fondo estas verdades, llevándolas a la práctica, es, según San Agustín, la gran ciencia del hombre en la vida. Dios es EL ÚNICO PRINCIPIO de todo bien; de él se derraman como de manantial todas las luces, auxilios, dones, gracias y beneficios. Él solo ilumina, vigoriza y fecundiza las almas; sin él, todos los esfuerzos del cielo y de la tierra, aunque fueran eternos, no podrían proporcionarnos el menor destello de gracia. Dios es, por tanto, el único Autor de todo bien sobrenatural; y el hombre de por sí no es más que nada, ignorancia, corrupción y pecado. Estas son las verdades fundamentales de la vida interior, dignas de que les prestemos constante atención.

Del conocimiento de estas verdades dimana la obligación de RENDIR a Dios la GLORIA QUE POR TODO LE ES DEBIDA; y nada más justo que honrarle y adorarle, puesto que es el Autor de todo bien. Por tanto, si de otra manera obrásemos, procederíamos como ingratos, mentirosos y viles ladrones. Lucifer, que quiso arrebatar a Dios la gloria, fue precipitado con la rapidez del rayo a los abismos infernales; Adán y Eva, con su desobediencia, atentaron contra la gloria divina y fueron vergonzosamente echados del Paraíso. Semejante desgracia podía también caer sobre nosotros, a pesar de aspirar a la perfección, si por nuestra soberbia abusáramos de los dones que Dios nos ha otorgado.

¿QUÉ SOMOS sino la misma nada, si nos comparamos con el Ser substancial e infinito? ¿Qué nuestra ignorancia, nuestra locura, nuestra pequeñez, al lado de su ciencia, de su sabiduría, de su grandeza? Cuando comparamos nuestra debilidad con su omnipotencia, nuestra insignificancia con su inmensidad y nuestra fragilidad con su eternidad, nuestro orgullo se derroca, lleno de vergüenza; lo mismo cuando ponemos en paragón su riqueza y nuestra pobreza, su pureza y nuestras lascivias, su santidad y bondad sin límites y nuestros pecados unidos a nuestra malicia. Somos, pues, la misma indigencia ante la infinita plenitud de Dios. Si reconocemos esta verdad, ponemos los cimientos del edificio de la vida espiritual. De ahí la necesidad que tenemos 1º de ORAR  sin tregua, obedeciendo el precepto del divino Maestro; 2º de CONFIAR siempre en Dios; 3º de ATRIBUÍRLE cuanto de bueno existe en nosotros, glorificándole por ello. Tales son los primeros elementos de la gran ciencia de la vida interior.

¡Oh Dios mío!, cuán lejos estoy de poseer esta ciencia de los santos, que les hacía estar siempre pensando en ti sin tregua, implorar tu auxilio, esperarlo todo de ti y buscar en todo tu gloria y tu divino agrado. concédeme valor para seguir sus huellas, para que como ellos viva siempre en la más íntima y estrecha unión contigo.

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