5 DE OCTUBRE

                               LA PRESENCIA DE DIOS

Si un gran rey, rodeado de su corte, nos concediese audiencia, o si el Sumo Pontífice, rodeado del Sacro Colegio de cardenales, nos recibiese en el Vaticano, ¡qué temor tan lleno de respeto se apoderaría de nosotros! Si en vez del rey o del Papa, tuviéramos que comparecer ante la incontable multitud de los príncipes del cielo, de esas falanges de confesores, vírgenes, religiosos, sacerdotes y mártires; de esas brillantes legiones de ángeles, arcángeles, potestades, principados, sin exceptuar a los querubines, serafines ni a ninguno de los santos canonizados por la Iglesia; y si todas las miradas de esta asamblea incomparable se detuvieran en nosotros, ¡qué profunda impresión de respeto y de santo temor se apoderaría de nosotros! Sin embargo, la majestad de esta corte espléndida no es nada si la comparamos a Dios; es como dijo Isaías: “Menos que un grano de arena como una pura nada.” ¿Cómo pude, por tanto, atreverme con tanta frecuencia, despreciable átomo perdido en el infinito, cómo pude rebelarme y desobedecer a esta grandeza soberana que llena cielos y tierra? ¡Qué ciegos somos! ¡Parece imposible que, a pesar de estar colocados en Dios como un cristal bajo un sol esplendoroso, podamos perder de vista y aun lleguemos a ofenderle! El pensamiento de la majestad del Señor, la plenitud de su ser, de su poder, de su sabiduría, de su  santidad sin límites, debería hacer que, al igual que los ángeles, se apoderara de nosotros santo temblor; sin embargo, el pensamiento de Dios, la presencia de Dios apenas impresiona nuestra inteligencia y nuestro corazón. De esto provienen tan frecuentes faltas, las habituales distracciones en la oración y el escaso espíritu de fe en todas las acciones. Lejos de parecernos a los santos, siempre como anonadados ante Dios, somos presuntuosos en nuestros juicios, nos obstinamos en hacer nuestra voluntad, no guardamos la debida compostura y siempre andamos solícitos, agitados, impacientes, como si no dependiéramos de aquél que gobierna el universo y ordena todos los acontecimientos. 

¡Dios mío! Despierta mi fe, para que comprenda tus perfecciones infinitas, y hazme vivir en tu presencia con la misma profunda veneración que por ti sienten en el cielo los espíritus bienaventurados. Te ruego me infundas valor para despreciar los respetos humanos, cuando se trata de agradarte. Dame fuerzas para mortificarme, evitando la demasiada comodidad, practicando en todas partes la modestia ante tus divinas miradas y manteniéndome recogido aun cuando me encuentre entre el bullicio de las gentes o en medio de los asuntos que más me puedan distraer.


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