27 DE NOVIEMBRE

 LA PERFECCIÓN Y LA ORACIÓN POR LOS PECADORES

No hay suerte más triste que la de los pecadores. PERDIERON la amistad divina, infinitamente más preciosa que la de todos los reyes del universo, y en vez de ser templos del Espíritu Santo, como las almas en estado de gracia, son guaridas del demonio. Su belleza interior ha desaparecido por completo. Horribles y deformes a los ojos del cielo, sin mérito alguno ni poder de adquirirlo, se encuentran ante Dios reducidos a la más completa indigencia.

Aunque nobles, ricos y celebrados del mundo, ¿Qué será de ellos si mueren impenitentes? Desdichadamente, serán presa inmediata del INFIERNO. Allí, en ese océano de fuego, tendrán que padecer todos los males juntos y sin el más pequeño alivio durante toda la eternidad. ¡Qué espantoso destino! ¿Es posible que podamos pensar en esto sin sentirnos llenos de compasión por los desdichados que corren hacia la perdición eterna?

Además, ¡Cuánto podemos complacer a Dios, salvando de esa ruina las obras maestras de sus manos, a esas almas por las que quiso Cristo derramar su sangre! Tampoco podemos negar la ayuda de las oraciones a esas pobres ovejas descarriadas, por las que el Verbo divino se encarnó y sufrió en la tierra durante treinta y tres años. Es inicuo que permanezcamos indiferentes ante el triste espectáculo de tantos cristianos como se condenan. Nos sentimos muy conmovidos cuando oímos hablar de cientos de personas que mueren en un terremoto o en otra CATÁSTROFE cualquiera; pero ¡Cuánto más debiera apenarnos el pensamiento de que millares de almas están constantemente expuestas a perderse eternamente! Si no olvidamos en nuestras oraciones los propios intereses temporales, ¿Por qué descuidamos los intereses ESPIRITUALES de tantos desdichados que corren a la muerte eterna?

¡Oh Jesús mío! Tú dijiste "que habrá más fiesta en el cielo por un pecador que se arrepiente que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de penitencia (Luc. 15, 7)"; concédeme la gracia de darte esta alegría, tan dulce para tu corazón, al atraer de nuevo hacia ti, con mis súplicas, palabras y ejemplos las almas alejadas por el pecado. Hazme entender que el favor más grande que puedo hacer al prójimo es el de arrebatarlo al infierno, conjunto de todos los males, para conseguirle el cielo, en donde habrá de gozar para siempre de todos los bienes juntos. Infúndeme la dulce confianza de que al salvar el alma del prójimo tendré la inefable felicidad de predestinar la mía para la eterna bienaventuranza.

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