7 DE NOVIEMBRE

 EL PURGATORIO Y LA RESIGNACIÓN

Los muertos que se purifican en las llamas del purgatorio no son grandes criminales, ni pecadores públicos, ni escandalosos que merecieron el anatema de la Iglesia y de las gentes. Son, por el contrario, almas santificadas por la gracia, que tienen que expiar faltas ligeras, pequeñas infidelidades, o pagar tan solo la deuda de la pena temporal de pecados ya perdonados. Entre esas almas las hay que adquirieron sobre la tierra un grado eminente de virtud, y que, por consiguiente, son más humildes, más castas, más obedientes, más caritativas y sobre todo más pacientes que nosotros porque sufren sin quejarse, y aun amorosamente, dolores intolerables, que sobrepasan a cuanto podamos imaginar o padecer en esta vida. Fuego semejante al del infierno, las abrasa sin tregua y sin misericordia; y pena aún más cruel que el fuego, la pena de daño, les causa sufrimientos inenarrables, al privarles del goce y de la posesión de Dios.

Nosotros, que tanto hemos pecado, tal vez gravemente, en cuanto un pequeño mal nos aflige prorrumpimos en quejas y lamentaciones. ¿Acaso ignoramos la ley que nos OBLIGA a EXPIAR nuestros pecados, bien en esta vida, bien en la otra? ¿Y no es para nosotros mucho más conveniente pagar ahora las deudas a la misericordia del Señor, tan inclinado a perdonar, que no caer más tarde bajo los golpes de la divina Justicia, que nos exigirá "hasta el último céntimo? (Mat. 5, 26)." Al llevar con resignación en este mundo las penas y pruebas que Dios envía, hacemos nuestra eterna corona cada día más preciada, al paso que en el purgatorio pagaríamos integra la deuda contraída con Dios y sin mérito alguno por nuestra parte. No es posible dudar en esta ALTERNATIVA: es más provechoso pasar en este mundo el purgatorio, sufriendo con paciencia y mérito las penas de la vida, que pasarlo de verdad en el otro, donde seremos purificados por el tormento del fuego y donde, con todo rigor y sin nuevo provecho para nosotros, expiaremos hasta la más leve imperfección.

¡Oh divino Redentor mío! ¡Cuánto mejor es para mí practicar el renunciamiento y sufrir ahora unido a ti, que dejar ambas cosas para más tarde! Por tanto, quiero desde hoy aceptar todas las penas que me envíes: amarguras, tristezas, enfermedades, fastidios, dolores, humillaciones, contrariedades, llevando las cruces con calma y resignación. Para alcanzarlo, propongo; 1º pensar en el purgatorio y en las almas que allí sufren tan resignadas y llenas de amor, siempre que me sienta inclinado a lamentarme e impacientarme; 2º ofrecerte con frecuencia mis penas unidas a las tuyas, en expiación de mis pecados, para que sirvan de alivio a los fieles difuntos, que aun tienen deudas con la Justicia divina.

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