16 DE DICIEMBRE

 LA ENCARNACIÓN, MISTERIO DE FE

"En el principio era ya el Verbo, dice San Juan, y el Verbo estaba con Dios y el Verbo era Dios. El estaba en el principio con Dios. Por él fueron hechas todas las cosas; y sin él no se ha hecho cosa alguna de cuantas han sido hechas (Juan 1, 3)." Es decir, que el, Verbo existía de toda la eternidad, y que por él fueron hechas la luz de los cielos, los astros del firmamento, todas las generaciones de los hombres que han pasado por la tierra y los millones de ángeles que, más numerosos que las estrellas y las arenas del mar, le entonan sin cesar sus alabanzas y le reconocen por Creador. Y este Dios todopoderoso, infinitamente sabio, infinitamente rico y perfecto, se ha dignado descender hasta la nada de nuestra miseria.

No en apariencia y en parte quiso el Verbo divino tomar NUESTRA NATURALEZA, sino real e íntegramente, sin perder con ello nada de su naturaleza divina ni de su grandeza, perfecciones infinitas o esencia increada. Hubiera podido revestirse de la naturaleza angélica, aunque también, como Dios y Creador, se hubiera rebajado de modo inconmensurable; pero ¿Cómo es posible que haya querido detenerse en la naturaleza humana para unir en su Persona lo que era tan desigual, es decir, a Dios y al hombre, la grandeza y la pequeñez, la riqueza y la indigencia, lo infinito y la nada? Ni siquiera el horror al pecado, con que nos veía manchados, bastó para detenerle e impedirle revestirse de una carne pecadora como la nuestra. Pero no solo quiso hacer suyas nuestra inteligencia y voluntad, lo que tenemos de más noble, sino que quiso también apropiarse el barro de nuestro cuerpo. ¡Oh misterio profundo y digno de ser admirado por el universo entero! Nosotros jamás podremos comprenderlo, porque sobrepasa los límites de nuestra capacidad.

Pero la admiración que la Encarnación del Verbo nos produce no debe ser estéril, sino que habrá de traslucirse en actos y sentimientos. Al contemplar al Unigénito de Dios levantando a la humanidad abyecta para unirla a la divinidad, purificándola y ennobleciéndola, no podemos ya seguir obedeciendo a nuestros perversos instintos, degradantes pasiones y carnales apetencias, sino que hemos de ejercitarnos en la práctica de las virtudes que Cristo mismo nos enseñó.

¡Dios mío! Aumenta MI FE en tan inefable misterio; haz que sepa AGRADECERTE el gran beneficio por el que me encumbras a una altura a que jamás hubiera osado aspirar. Concédeme la gracia de respetarme a mí mismo y de practicar la virtud de LA CARIDAD, que tanto te agrada. Hazme siempre respetuoso y amable con todos, aun con quienes no me unen lazos de coincidencia o simpatía.

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