19 DE DICIEMBRE

LA ENCARNACIÓN, MISTERIO DE AMOR

Al crearnos para sí, el Señor puso en nuestra alma SED INSACIABLE de felicidad, que no es sino el deseo de poseer al sumo Bien por la visión beatifica y el amor.

Necesitamos para realizar estas aspiraciones, no una dicha corriente, sino una felicidad perfecta, constante y eterna; es decir, necesitamos a Dios mismo. ¡Cuántas veces, sin embargo, buscamos lejos de él esta felicidad! Para curarnos de tan funesto erro, el Señor se manifestó a los hombres en diversas formas. Unas veces por el espectáculo de la naturaleza, otras por los prodigios que obró en favor del pueblo de Israel, otras cuando sobre el Monte Sinaí promulgó el precepto del amor, en medio de truenos y de centellas. Pero al ver que todos estos medios no eran aún suficientes para librarnos de los lazos del mundo y las pasiones, se determinó a enviarnos a su Unigénito, imagen de su substancia. Como había creado nuestros corazones, los conocía y sabía que lo que más podía enternecerlos era la bondad que le impulsaba a encarnarse por nosotros. Entonces se vio entre los hijos de los hombres a aquél que tiene prendados de sí a los ángeles entre los esplendores del cielo. Se le vio desplegar ante los corazones sencillos y rectos sus inefables perfecciones y, sobre todo, esa caridad sin límites que le hizo descender para ayudarnos y dejarse ver de nosotros bajo las amables formas de un niño recién nacido.

¡Cuán admirables son las invenciones de nuestro Dios, que arrebata los corazones y los atrae con fuerza invencible! No nos extrañe que al pensar en ella los santos quedaran arrobados y como fuera de sí; ni que San Pedro de Alcántara, lleno de admiración ante el prodigio de la Encarnación, cayera súbitamente en éxtasis, que le levantó de la tierra y le hizo atravesar por el espacio gran distancia, hasta colocarle a los pies del Santísimo Sacramento, realizándose la profecía de Oseas: "Yo los atraeré hacia mí con vínculos propios de hombres, con los vínculos de la caridad (Os. 11, 4)." 

¡Oh Verbo eterno! No sin motivo tantos santos y mártires, prendados de tus divinos atractivos, lo abandonaron todo por ti y se abrazaron, llenos de alegría, con los trabajos, las austeridades, los tormentos, los oprobios y la muerte. Dígnate atraerme también a mí con las cadenas de oro de la caridad perfecta. Que mi ESPÍRITU nunca deje de ocuparse en ti y en tu amabilidad infinita. Que mi CORAZÓN, conquistado por la gracia, solo se apegue a ti y te pida noche y día fuerzas para amarte y servirte sin reservas. Te consagro cuerpo, alma sentidos y facultades. Hazme llevar vida casta y mortificada y ayúdame a ser siempre dócil; que jamás resista a tus luces, deseos y santísima Voluntad.

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