25 DE DICIEMBRE

 NACIMIENTO DE JESÚS

Después de cuatro mil años de ESPERA, figurados por los cuatro domingos de Adviento, en medio de la noche y rigor del invierno, es decir, cuando más espesas eran las tinieblas en que vivían el pueblo pagano, y cuando más fríos eran los corazones de los hombres, nació el divino Salvador, el Redentor del género humano. Vino al mundo, como dice San Agustín, en esa época del año en que empiezan a alargarse los días, con lo que se nos da a entender que el SOL DE JUSTICIA que para nosotros acaba de amanecer, va a iluminarnos más y más y a calentar las almas ateridas a la sombra de la muerte y del pecado. Es, por tanto, muy natural que la Iglesia se alegre, se revista de ornamentos festivos, entone cánticos de júbilo y convide a todos los fieles a celebrar con ella el nacimiento del Rey de los reyes. 

Pero este Rey se presenta a nosotros en un ESTABLO, para dulcificar con su ejemplo la amargura de nuestras privaciones y demostrarnos a todos que no busca los bienes, los honores, ni los goces del mundo, sino los corazones. Y para adueñarse de ellos se hace alimento de las almas, bajando de los cielos como Pan vivo, que así parece indicárnoslo el pesebre en que se alimentaban los animales, y el nombre de Belén, donde nace, y que significa "casa del pan". Porque después en forma de comida quiso infundirnos su vida divina, para reinar por siempre en nuestros corazones y en nuestra voluntad.

Pronto cada uno de nosotros será por la sagrada Comunión como otro Belén; nuestro cuerpo será el establo y nuestro corazón el pesebre que habrá de servir de cuna a Jesús. Los ángeles nos ayudarán a rendirle homenajes, los pastores a alabarle, alegres y agradecidos. Somos quizá más felices que María y que José; éstos podían coger al Niño en sus brazos y estrecharlo junto a su pecho; nosotros lo recibimos y lo poseemos en el corazón. -¡Oh banquete sagrado, festín celestial, en que el alma se embriaga y gusta ya desde el destierro las puras alegrías de la Patria! ¡Oh trato divino, en que cambiamos los harapos de la miseria por las magnificencias de Dios, que nos traen la gracia, la paz y la salvación!

¡Oh Verbo encarnado! Tu nacimiento me llena de gozo, pues anuncia una nueva era, en la que, regenerados espiritualmente, podremos aspirar a la feliz inmortalidad. El Profeta decía que seríamos amamantados como los hijo de los reyes... Tú haces mucho más al alimentarnos con Pan divino. ¡Oh Jesús! ¿Cómo alabarte y bendecirte debidamente por ello? Dispón mi corazón para recibirte, comunicándole las virtudes de tu santa infancia: la HUMILDAD, que me enseñe a vivir sin pretensiones; la SENCILLEZ, que me haga obrar sin otro afán que el de agradar a Dios; la INOCENCIA Y RECTITUD, enemigas de toda malicia y doblez; la DOCILIDAD  a la gracia y a los deseos de la autoridad legítima; la DEPENDENCIA de Dios, que me haga invocarle sin cesar, y, por último, la CONFIANZA y abandono a la Providencia divina, que me conserve la serenidad de espíritu en medio de la vicisitudes de la vida.

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