31 DE DICIEMBRE

 EL ÚLTIMO DÍA

El último día del año nos hace pensar en la BREVEDAD DE LA VIDA. Esta pasa, dice el Espíritu Santo, "como ave que vuela a través del aire, de cuyo vuelo no queda rastro ninguno, o como saeta disparada contra el blanco, sin que se conozca por dónde pasó (Sab. 5, 11-12)". Cada año es como un viaje muy rápido, del que únicamente nos quedan vagos recuerdos. Estos recuerdos no están siempre exentos de amargura, pues la existencia en el mundo parece como acibarada por multitud de dolores . Y esto es ya una razón por la que debiéramos desprendernos de la tierra, donde tanto escasea la felicidad, por lo demás muy efímera, cuando no ilusoria.

El último día del año nos trae a la imaginación el pensamiento de la HORA SUPREMA en la que saldremos de este mundo perecedero. Coincidiendo con la fiesta de la Circuncisión del Señor, nos hace pensar también en los dolores que nos esperan en la vida, y que tendrán por término la muerte. Desde el momento en que nacemos emprendemos el camino hacia esa meta. Los pañales del Niño-Dios son trasunto de nuestra mortaja, y sus mantillas, de nuestra sepultura. Así como este año pasó momento por momento, así también pasará toda la vida. Feliz el que la emplea en hacer méritos para una muerte santa.

Al terminar un año comienza otro, pero trayéndonos problemas nuevas y difíciles, que con frecuencia nos llenan de inquietud. Lo mismo nos acontecerá en la última hora de la vida, cuando el alma esté a punto de atravesar las fronteras del tiempo para entrar en la ETERNIDAD. ¿Quién será lo suficientemente intrépido y temerario para penetrar en ella sin temblar? Desdichado aquél que se encuentre en desgracia de Dios. Hagamos cuanto podamos para merecer el favor del Jesús y de María, para que a la hora de la muerte nos acojan bondadosamente y nos reciban en la bienaventuranza sin fin.

¡Oh Jesús mío! Desde tu nacimiento trabajaste para asegurar mi eternidad, y tu dulcísima Madre colaboró contigo en la obra de mi salvación. concédeme valor para que yo, a mi vez, te imite y trabaje con solicitud en mi salvación eterna. Hazme, por tanto, comprender: 1º la nada de LA VIDA cuando no se dedica a ti; 2º el gran valor de LA MUERTE cuando uno se prepara a morir viviendo santamente; 3º PREMIO inefable, reservado para los que te sirven con fidelidad. Que ningún trabajo se me haga penoso ante el pensamiento de merecer una gloria que no TENDRÁ FIN. 

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