19 DE ENERO

 MARÍA OFRECE A JESÚS EN EL TEMPLO

La MÁS RICA ofrenda que jamás se le puedo hacer al Señor fue sin duda alguna la que recibió de las augustas manos de la Virgen, al entregarle ésta a su Hijo en el templo de Jerusalén. Fue como el ofertorio de la primera Misa, que había de celebrarse sobre el Calvario, en la cual sería inmolado el Hombre-Dios. Esta solemne ofrenda tenía en sí sola más valor que todos los holocaustos y todos los sacrificios que habían sido ofrecidos a Dios desde el principio del mundo. María, como dijo San Epifanio, ofició entonces de sacerdote. Ella, la más Santa de todas las víctimas, imagen substancial del Padre Eterno, santidad increada. ¡Oh prodigio sin igual!, la Madre de Dios ofrece un Dios a Dios mismo. ¿Y para qué? Pues para que, disponiendo de Él en pleno dominio y en plena voluntad, pueda incluso sacrificar a su Hijo e inmolarle en cruel suplicio. ¡Oh, qué don tan estimable y digno de la majestad soberana a la cual rinde infinita gloria!

Aunque nos parezca inverosímil esta ofrenda preciosa y meritoria, podemos RENOVARLA todos los días asistiendo al santo sacrificio de la Misa. Tenemos una triple deuda que saldar con el Padre eterno, y esta deuda pesa mucho sobre nosotros. Le debemos homenajes dignos de él. -Le debemos acciones de gracias que correspondan a sus innumerables beneficios. -Le debemos expiación que equivalga a la multitud y malicia de nuestros pecados. ¿Cómo pagar esta deuda que ni los Santos ni los Ángeles serían capaces de saldar? -¿Cómo, aun en este mundo, podríamos proveer a todas nuestras inmensas y constantes necesidades? Jesús nos responde: "Tómame, y ofréceme a mi Padre. Así quedará él satisfecho y yo te alcanzaré todas las gracias de salvación que te son tan necesarias."

Para obedecer a este deseo de Cristo, ofrezcamos su SACRIFICIO DIVINO, constantemente renovado en el mundo entero durante todas las horas del día y de la noche, uniéndonos a las intenciones de los Sacerdotes celebrantes y al ofrecimiento que de su divino Hijo hizo la Santísima Virgen en el Templo y sobre el Calvario. - ¡De qué inmenso valor será entonces nuestra intención a los ojos de Dios todopoderoso! Ella hará que participen nuestras obras y todos los momentos de nuestra vida en los méritos infinitos de la inmolación de Dios!

¡Cuánta FUERZA, oh Jesús, tendrán nuestras oraciones en virtud de tu sacrificio! Penas, trabajos, ocupaciones, y hasta nuestras más indiferentes acciones, serán como divinizadas al unirse con tu Corazón sagrado, inmolado por nosotros sobre los altares. Concédeme la gracia de vivir compenetrado de tus mismos sentimientos, para poder, de este modo, ser HUMILDE VÍCTIMA, siempre dispuesta a ofrecerse a la voluntad del Padre celestial.

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