20 DE ENERO

 DOLOR DE MARÍA AL OFRECER A JESÚS EN EL TEMPLO

Cuando la Santísima Virgen ofreció a Dios su divino Hijo en el templo de Jerusalén, el anciano Simeón le predijo todo cuanto habría de sufrir Jesús, y a ella le anunció su martirio al decirle: "Y será para ti misma una espada de dolor que atravesará tu alma." Desde aquel momento, la Virgen empezó a llevar clavada aquella espada. Durante treinta y tres años clavada aquella espada. Durante treinta y tres años tuvo siempre ANTE SUS OJOS los tormentos que para nuestra salvación a la Víctima divina le estaban preparados.  ¡Con qué inmensa compasión veía antes de tiempo a su hijo adorado convertido en el oprobio de los hombres y aborrecido por el pueblo! Contemplaba, en su imaginación, su carne rota, su cabeza coronada de espinas, sus manos y pies atravesados por clavos y su cuerpo adorable cubierto por completo de sangrientas heridas.

¿Quién podría explicarnos cuán grandes fueron su dolor y su RESIGNACIÓN? "Padre mío, decía, puesto que tú lo quieres, yo te sacrifico a mi Jesús, inmolándome al mismo tiempo con él, pues mi único deseo es ver cumplida siempre tu divina Voluntad." -De este modo, María Santísima se elevaba no solo por encima de los sentimientos de la naturaleza y del dolor, sino también por encima de las altísimas cumbres de su amor. Uniendo su voluntad a la voluntad de Dios, con un esfuerzo digno de la admiración de los Ángeles, nos obtenía, gracias a su sobrenatural fortaleza, constancia en las adversidades, sumisión y paz, necesarias para llevar la cruz de todos los días.

El mérito de María es tan grande, que no puede ser comprendido sobre la tierra. Para entenderlo tendríamos que medir: la intensidad de sus inmensos dolores; -su amor a Jesús, casi infinito; -y la larguísima duración de tan cruel tormento. Como las aguas de los ríos pierden su dulzura al verterse en las aguas del Océano, así durante años sus pensamientos de consuelo se convertían para aquella alma santísima en amargura. ¡Cuántas virtudes practicó la Virgen María, al soportar tan largo y cruel martirio, con admirable y nunca vista resignación! Este pensamiento debiera AVERGONZARNOS  a nosotros mismos, siempre tan delicados, tan impacientes, tan dispuestos a quejarnos a la menor contrariedad. Cuántas veces en medio de las penas nos olvidamos del valor por la tribulación. Así perdemos la ocasión de: 1º expiar nuestros pecados; 2º de corregir nuestros defectos y desterrar nuestros vicios; 3º de practicar las más hermosas virtudes; 4º de merecer ese peso inmenso de gloria eterna, que, según el Apóstol, nos hará adquirir cerca de Dios todo acto de resignación (2 Cor, 4, 7).

¡Oh Jesús! confirma en mi la resolución que tomo de recibir serenamente, desde hoy, todas las penas y dolores inherentes al cumplimiento de mis deberes.

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