25 DE ENERO

LA CONVERSIÓN DE SAN PABLO 

Saulo, más tarde San Pablo, fue ENEMIGO ACÉRRIMO del nombre cristiano. Tomó parte en el martirio de San Esteban, y mientras los demás lapidaban al santo diácono, él guardaba las vestiduras de los verdugos, como si, al decir de San Agustín, prestando un servicio a todos hubiera querido cooperar con todos en aquel crimen. Al inflamarse más y más su celo por la Sinagoga, ¿Cuáles no serían sus sentimientos en contra de los primeros cristianos? Llegó hasta el extremo de demandar autorización para poderlos perseguir fuera de Judea. Con este objeto se dirigía hacia Damasco, cuando una fuerza invisible le derribó en tierra y oyó una voz fuerte que decía: "Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?" Era Jesús quien le hablaba. ¡Cuán eficaz fue su palabra para él! Pablo se levantó convertido, y algunos días más tarde predicaba aquel Evangelio que tanto había aborrecido.

¡Oh Jesús, qué admirable es tu poder! En un momento TRANSFORMAS el lobo cruel en mansísimo cordero, haces del enemigo encarnizado contra tu Iglesia su más celoso defensor, siempre dispuesto a derramar por ella la sangre. ¿Quién podrá después de esto desesperar de su salvación? La conversión de Saulo es, según San Agustín, un prodigio más grande aún que la creación del universo. En efecto, para atraer hacia sí a ese pobre descarriado, Dios tuvo que despojarle de todos sus prejuicios, luchar contra su voluntad libre y rebelde, y quitar de su corazón aquel odio ciego y tenaz que tenía contra los cristianos, odio terriblemente arraigado en cuanto que estaba fomentado por un mal sentido celo por la ley del Sinaí. ¿Cómo allanar en un instante tantos obstáculos? ¡Oh fuerza victoriosa de la Gracia!, ¿por qué no tendremos más confianza en ti, pues contigo no habría tentación, ni adversidad, ni dificultad capaz de vencernos?

Examinemos si nuestra fe en Jesucristo es fuerte y ardorosa, en vez de ser débil y lánguida. ¿Por qué nuestro corazón ruin, desconfiado y cobarde, pone obstáculos a las gracias de la oración? ¡Oh Dios mío!, dilata tú mismo por la confianza este pobre corazón; inflámale, como al de tu Apóstol, con el deseo de cumplir en todo la voluntad de Cristo. Señor, ¿Qué sacrificios quieres que te ofrezca? ¿Mis pensamientos, mis deseos, mis afectos, mis palabras, mi conducta? Aquí me tienes dispuesto a ofrecerte todo mi ser y a cumplir en todo tu divina voluntad.

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