13 DE FEBRERO

 OBSTÁCULOS PARA LA ORACIÓN CONTINUA

¿Podríamos acaso meditar en todo lo que la fe nos enseña acercad de nuestra impotencia para pensar, querer y obrar, en cuanto al orden de la salvación se refiere, sin sentir en el fondo del alma gran temor de dar un paso en falso y de caer, por lo tanto, en los abismos eternos?  Los santos se asustaban sin cesar de su fragilidad. San Alfonso se recomendaba a las oraciones de cuantos le rodeaban, porque temía muchísimo condenarse. Y San Arsenio confesaba que el terror de perder su alma le había atormentado durante toda la vida.

Nosotros, en cambio, estamos siempre tranquilos y apenas nos preocupan tales pensamientos. Quizá no pensaríamos de la misma manera si consideráramos cómo Pedro, el Príncipe de los Apóstoles y piedra fundamental de la Iglesia, después de haber prometido al divino Maestro inviolable fidelidad, fue capaz de renegarle por tres veces. ¿Por qué nosotros no nos apuramos? ¿Somos acaso presuntuosos o nos dejamos llevar de una confianza extremada? Desdichadamente, podrían decirnos a nosotros las palabras dirigidas al Obispo de Laodicea: "Dices que eres rico y hacendado y de nada tienes falta; y no conoces que eres un desdichado, y miserable, y pobre, y ciego, y desnudo (Apocalipsis 3, 17)." Y ésta es seguramente la causa principal de nuestra cobardía en la oración, de nuestro poco fervor durante la meditación, la santa Misa, la acción de gracias después de la Comunión, y de lo poco que nos cuidamos de elevar hacia Dios nuestros corazones durante los quehaceres habituales o los ratos de ocio que tenemos en el día.

Si estuviéramos de una manera práctica penetrados del conocimiento de la propia debilidad, de los peligros que nos rodean y de los pocos adelantos que hacemos en la virtud, no podríamos menos de clamar día y noche al Señor para suplicarle que acudiese en nuestro socorro. -Imitemos el  ejemplo de algunos mendigos, que, muertos de hambre y de frío, no cesan de implorar del prójimo que los socorra y atienda, sin cansarse jamás de repetir las mismas palabras. Sigamos también el ejemplo del ciego que no puede guiarse por si solo y pide con los brazos extendidos que le guíen los ojos que tienen luz. Si estuviéramos verdaderamente penetrados del sentimiento de nuestra profunda ignorancia y de nuestras perentorias necesidades, que aumentan de día en día, no dejaríamos un solo instante de importunar al cielo con súplicas y oraciones.

¡Dios mío! No comprendo cómo puedo yo estar tranquilo respecto a la salvación de mi alma, cuando tan poco he trabajado aún en reprimir el amor propio, en corregir los defectos inherentes a mi carácter y temperamento, defectos de los cuales apenas me doy cuenta, de tan ciego como estoy para ver el interior de mi alma. Haz, Señor, que desde ahora me aplique a adquirir, como tus santos, sincera humildad, para poderme penetrar del sentimiento de mi propia nada. Concédeme vivísimo deseo de remediar mi indigencia por medio de la oración fervorosa y constante.

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