16 DE FEBRERO

 EL SACRIFICIO DEL ALTAR

Según el Concilio de Trento, no existe acción más santa ni más divina que el sacrificio del altar; por consiguiente, ninguna capaz de REFRENAR mejor los ultrajes que en estos días de placeres culpables se infligen a la majestad del Creador, San Buenaventura nos propone que en la santa Misa rindamos gloria a Dios, -hagamos memoria de su Pasión,- y procuremos el bien de la Iglesia. Estos tres fines son perfectamente convenientes a las actuales circunstancias, ya que las iniquidades del mundo deshonran: 1º a Dios, a cuya imagen fuimos creados; 2º a Cristo, quien de nuevo nos restituyó a su semejanza por los tormentos de la Pasión; 3º a la Iglesia, que sin descanso trabaja en nuestra salvación y santificación. Nada mejor que la Misa puede obrar esta triple reparación de honor.

Porque, al ofrecer por manos del sacerdote este augusto sacrificio, damos más gloria a Dios de la que pudieran darle todas las criaturas reunidas; -exaltamos los sufrimientos y las ignominias del Salvador, al renovarlas místicamente sobre el altar; -y compensamos a la Santa Iglesia del deshonor causado por las prevaricaciones de sus hijos. Tres resultados que se obtienen de la manera más perfecta y completa que imaginarse pueda. En la Santa Misa es el mismo Dios Sacerdote y Víctima. Como Sacerdote, se ofrece a sí mismo con sus intenciones, que suplen a las nuestras tan imperfectas. Como Víctima, se rebaja y se anonada hasta el extremo de inmolarse bajo las más humildes especies; y, como el precio de un homenaje crece en proporción con la dignidad y mérito de quien lo rinde y con el rebajamiento voluntario que para rendirlo se impone, tiene así la santa Misa un infinito valor. ¡Qué frutos tan colmados ha de producir este divino sacrificio, cuando lo ofrecemos por tan altísimos fines!

Estos frutos tan preciosos, resurten sobre NOSOTROS mismos. Nuestras oraciones son en efecto todopoderosas por la sola virtud de las promesas del Salvador, y son aun todavía más eficaces cuando las unimos a su inmolación en el altar, participando con ellas en tan sublime misterio. Cuando los ángeles y los santos interceden por nosotros cerca de Dios y apoyan nuestras súplicas, nos llena la esperanza de ver cumplidos nuestros deseos. ¡Cuán seguros no estaremos de verlos realizados, cuando el mismo Jesús ruega con nosotros y por nosotros, y se inmola en nuestra favor! Su cuerpo, sangre, alma y divinidad se unen para defender nuestra causa, para detener el brazo vengador de Dios que querría castigar al mundo culpable.

Padre eterno, en todos los instantes de mi vida yo te ofrezco las misas que se celebran y que habrán de celebrarse en el mundo entero. Te las ofrezco por los fines siguientes: para tu mayor gloria, -en memoria de la pasión de Jesús,- y para obtener a la Iglesia, a los pecadores, a los agonizantes y a todos nosotros, la más abundante efus8ión de todas tus divinas misericordias.

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