MARTES SANTO

 EL VIACRUCIS

Jesús AMÓ la Cruz. Desde el momento de su Encarnación la tuvo ante los ojos. Amó las privaciones, los tormentos y los oprobios que le estaban destinados. -Siguiendo el ejemplo divino, contemplemos con frecuencia la Cruz con que fuimos redimidos y en ella encontraremos motivos para amar, como él, las aflicciones, la pobreza y la abyección. "Habiendo, pues, Cristo, dice el Príncipe de los apóstoles, padecido por nosotros la muerte en su carne, armaos también vosotros de esta consideración (1 Pedro 4, 1)", y esta consideración reanimará nuestro valor para soportar las pruebas de la vida. Después que la Sabiduría encarnada quiso en favor nuestro apurar hasta las heces el cáliz de la amargura, ¿habremos nosotros de beber siempre la copa de los placeres?

Discípulos fieles de Jesucristo, cuyo ejemplo imitaban, ¿Qué no hicieron los SANTOS por caminar en pos de él? ¡Con cuánto amor se abrazaron a la vida penitente y soportaron las afrentas y los dolores! Santa Margarita María de Alacoque decía que para ella el mayor placer que existía en este mundo era la Cruz de su divino Redentor, pero una cruz igualmente pesada que la suya, igualmente ignominiosa, sin dulzuras, sin consuelos y sin alivios de ninguna clase. "No existe gracia alguna, añadía esta santa, comparable a la de poder llevar la Cruz con Jesús." De esta manera hablaba esta gran enamorada del Corazón de Jesús y de los sufrimientos, y todos los santos, animados de estos sentimientos, se sintieron obligados a renunciar por Dios a  todas las satisfacciones de los sentidos, a todos los deseos de satisfacer su amor propio y a soportar con generosidad las penas y tribulaciones de la vida.

Luego, cuando el Señor NOS PRUEBA, podemos decir que entramos a formar parte de la familia de los santos. Aún más, Jesús y María, que están a la cabeza de ellos, nos animan también con su magnífico ejemplo. -Cuando estemos afligidos, figurémonos al Hombre-Dios con la Cruz a cuestas adelantarse a nuestro encuentro, de la misma manera que lo hizo con San Pedro para exhortarnos a la resignación. O bien figurémonos a Jesús mostrándonos sus heridas como a Santa Teresa y diciéndonos como a ella: "Tus dolores nunca llegarán hasta aquí."

¡No, criatura culpable! No, nunca tendrás que sufrir en este mundo tanto como tu inocente Creador. Comprende, pues, la injusticia de tus quejas y de tus disgustos al encontrarte con la Cruz en tu camino. Por esta vida, bien en la otra. ¿Por qué, pues, no hacer de la necesidad virtud? ¿Por qué no abrazarse con alegría a lo que habrá de preservarnos de males futuros y conducirnos a la eterna bienaventuranza?

¡Oh Jesús, oh María!, bendecid, os suplico, las siguientes resoluciones: 1º pensar con frecuencia en vuestros dolores; 2º implorar vuestro socorro en todas las ocasiones de sufrir y en las que tenga que ejercitar la paciencia y la resignación.

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