TERCER DOMINGO DE CUARESMA

 EL PECADO

Al principio del mundo fue el pecado la causa de nuestra ruina. Es para nosotros imposible entender el alcance de esta desgracia; haría falta comprender la inmensa felicidad que nos estaba preparada si nuestros primeros padres no hubieran prevaricado. Después del pecado los males invadieron la tierra: enfermedad, guerra, hambre, muerte... Aún más; nuestras bajas pasiones arrastran en pos de sí a toda clase de crímenes, camino de la muerte eterna. ¡Cuán desastrosas fueron las consecuencias de la desobediencia de Adán!

Pero todavía nos trajo más desgracias, pues el pecado mortal mata la vida del alma: la gracia santificante, las virtudes sobrenaturales y los dones del Espíritu Santo, uno solo de los cuales tiene más valor que el universo entero. El pecado mata espiritualmente al alma y la convierte en cadáver, a cuya vista se entristecen los ángeles del cielo. Le hace perder al mismo tiempo todos los derechos adquiridos; le imposibilita, mientras siga en tan miserable estado, para adquirir nuevos méritos. El alma en pecado pierde sus derechos a la herencia de los santos, y el sino que le espera es es el sino de los réprobos, de los malditos. ¡Qué desdicha tan terrible, digna de lágrimas de sangre!

El pecado se hace aún más grave al caer en él por costumbre. El Evangelio de hoy nos asegura que en estos casos el demonio busca otros siete, aún peores que él, y entrando, en el alma culpable establece en ella su morada, siendo el último estado del alma mucho peor que el primero. Qué grande es la bondad del Señor para conmigo, pues habiendo yo pecado tantas veces contra él, ha querido perdonarme y no ha hecho que la tierra se abriera bajo mis pies.

Dios mío, ¿Qué hubiese sido de mí si solo hubieses obrado a  impulsos de la justicia? Ahora estaría en el infierno y sería tanto más desgraciado cuanto más he conocido tus divinas miseridias y desperdiciado tus muchos beneficios. Dígnate inspirarme santo horror a mis  maliciosas inclinaciones, que, arrastrándome tantas veces, me han seducido con engaños, llevándome hasta ofenderte y poner en gravísimo riesgo mi salvación eterna. Dame valor para combatir en mí el orgullo que me ciega y me impide desconfiar en mí mismo. Dame fuerzas para vencer el amor propio, que me lleva a buscar mis satisfacciones antes que tu divino beneplácito. Y, por último, concédeme verdadero espíritu de fe, vigilancia y oración para ordenar mi interior y santificar mi vida.

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