Jueves de Pascua
LAS VISITAS DEL SEÑOR
¡Qué honor y qué felicidad tan grande la nuestra poder
visitar a Jesús diariamente en cualquiera de los SAGRARIOS donde reside;
podernos entretener, aunque solo sea breves instantes, con el Rey del universo!
Mientras en el cielo se manifiesta con todo su esplendor, lleno de gloria,
majestad e infinitas perfecciones, en la tierra se esconde en humildes
tabernáculos, desconocido e ignorado de la mayor parte de los hombres. ¿Qué es
lo que le encadena de esta manera a nuestro lado? ¿Cuál es el poder que sujeta al
Todopoderoso entre sus ingratas criaturas? Solamente la fuerza de su amor,
porque la caridad de Jesucristo vence todos los obstáculos que se oponen a su
estancia entre nosotros. -Cuidémonos, pues, de rendirle diariamente nuestros
homenajes, de demostrarle nuestro agradecimiento y de pedirle las gracias que
necesitamos para cubrir la inmensidad de nuestra indigencia.
Estas gracias las obtendremos mejor si, al tiempo de visitar
al Señor, tenemos la dicha de asistir al santo sacrificio de la MISA, porque el
Señor, al inmolarse sobre el altar, derrama en las almas abundantísimos favores
celestiales, ya que se ofrece a su eterno Padre como el más sublime de los
holocaustos y nos abre así el canal de las misericordias divinas.
Aún más eficaz para obtener gracias es el momento de la
sagrada COMUNIÓN. Entonces tratamos en la intimidad de nuestra alma con aquél
que habiéndonos redimido con el altísimo precio de su Sangre, siente por
nosotros una ternura inefable y quiere otorgarnos cuanto le pidamos. Nuestro
corazón, tan cerca entonces del Corazón de Jesús, puede hablarle sin temor,
suplicarle, instarle, forzarle en cierta manera a que nos conceda sus favores.
¡Qué propicios los maravillosos momentos de la acción de gracias! ¡Cómo debemos
aprovecharlos para purificarnos, vivificarnos, redoblar nuestro valor, aumentar
nuestro fervor y renovar eficazmente nuestros buenos propósitos! Jesús no está
entonces solamente sobre el altar y encerrado en el tabernáculo, sino también
dentro del corazón, convertido en sagrario, en morada. No dejemos, como dice
Santa Teresa, de hacerle pagar bien cara su estancia entre nosotros.
¡Oh amabilísimo Redentor mío! Tú, que reinas en el cielo
sobre todos los príncipes de las milicias angélicas, dígnate también reinar en
mi alma, para lo cual ayúdame a rendir al Sacramento un culto reverente,
amoroso y asiduo. REVERENTE, por mi fe viva en tus infinitas grandezas;
-AMOROSO, por la devoción que hacia ti han de inspirarme el agradecimiento y la
caridad; -ASIDUO, por mi constancia en visitarte, por mi asistencia cuando te
inmolas en el altar, y por mi unión, recibiéndote en mi corazón, no olvidándote
jamás ni de día ni de noche.
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