Miércoles de Pascua
TODOS HABREMOS DE RESUCITAR
Para merecer esta gloriosa resurrección, habremos de evitar
todo aquello que pueda manchar nuestro cuerpo y nuestra alma. El CUERPO tendrá
que reunirse al alma para participar de su gloria; he aquí por qué se santifica
con ella al recibir los sacramentos del Bautismo, de la Eucaristía y de la
Extremaunción, lo mismo que cuando recibe las bendiciones de la Iglesia y
cuando ayuna o guarda las vigilias. "¿No sabéis vosotros dice el Apóstol,
que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios mora en vosotros? Pues si
alguno profanase el Templo de Dios, perderle ha Dios a él (1 Cor. 3, 16-17 y
6, 19)." -Negando a nuestra carne y a nuestros sentidos, placeres que
les están prohibidos, mortificándonos y practicando la CASTIDAD, mereceremos
resucitar algún día para la vida eterna.
En cuanto a NUESTRAS ALMAS, ¿no son acaso las esposas de
Dios, que es la misma Santidad? No debemos jamás olvidar que fueron creadas a
su imagen y semejanza, redimidas por el altísimo precio de la sangre de Jesús,
y que están destinadas a contemplar, después de esta vida, la Divinidad, para
amarla y poseerla por siempre jamás. Fin tan sublime exige de parte nuestra
conducta irreprochable. Tú mismo, Señor, dijiste: "No prevalecerán los
impíos, ni los pecadores estarán en la asamblea de los justos (Salmo 1, 5)."
Semejante felicidad hace absolutamente PRECISA la constancia
en el bien (1 Cor. 15, 58). No es suficiente que empecemos a
santificarnos, tenemos que perseverar en la virtud hasta la hora de la muerte,
practicando la sólida piedad, es decir: aquélla que nos enseña a prescindir de
nosotros mismos, para unirnos a Dios. Para lograrlo: 1º meditemos y oremos, no
solamente cuando por devoción nos inclinemos a ello, sino aun cuando nos
encontramos en aridez y nos vemos privados de devoción sensible; 2º
mortifiquemos los ojos, la lengua y el paladar, combatamos nuestros caprichos,
nuestro carácter y nuestras costumbres, de manera que nos sacrifiquemos por
todos, siendo dulces con los difíciles de carácter, caritativos con los que nos
contrarían y buenos y pacientes con quienes nos afligen. En una palabra,
huyamos del mal y practiquemos el bien, hasta que exhalemos el último suspiro.
Así participaremos de la gloriosa Resurrección de nuestro amado Redentor.
¡Oh Jesús resucitado!, por las oraciones de tu santísima
Madre, dame fuerzas para que, siguiendo tu ejemplo, viva en la tierra
practicando constante abnegación, que me dé la victoria en los combates, -me
haga exacto en el cumplimiento de mis deberes- y me enseñe a soportar con
paciencia las contrariedades de los hombres y del demonio, sin perder jamás la
gracia, el fervor y la serenidad de alma.
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