VIERNES DE LA TERCERA DE PASCUA

 OBREMOS COMO JESÚS

¡De qué nos servirían todas las enseñanzas del divino Maestro si no las pusiéramos luego en práctica?

Para ello procuraremos adquirir verdadera HUMILDAD, que no es solo humildad de espíritu, sino también humildad de corazón, de voluntad, que se traduce en actos, como soportar injurias, reproches y reprensiones no merecidas, y nos hace abrazarnos con todas las humillaciones, por grandes que sean, en unión de aquel que, siendo Dios, se hizo hombre por nosotros y se anonadó y rebajó hasta llegar a la locura de la Cruz.

Eleva a tal grado de perfección, la humildad encierra eminentemente la ABNEGACIÓN de sí mismo, que habrá de ser practicada hasta en los más pequeños detalles de la vida. Cuántas personas hay que saben resignarse en las enfermedades, en los reveses, y no son capaces de abnegarse en cosas de poca importancia, como son las contrariedades, las molestias, el tedio, las importunidades, los empleos y menesteres que fastidian y mortificaciones semejantes. San Francisco de Sales aseguraba que el saber guardar en estas ocasiones la paz y la suavidad del corazón, es virtud de la castidad.

Para adquirir esta virtud, ejercitémonos, siguiendo el ejemplo de Jesús, en la ORACIÓN CONSTANTE. Cuando por la mañana hagamos la meditación, tomemos esta resolución y unámonos al divino Verbo encarnado que oró por nosotros desde el instante de su concepción hasta la hora de su muerte. La Santa Misa, al recordarnos la ofrenda que hizo de sí mismo en el TEMPLO y su inmolación en el Calvario, nos estimulará a más espíritu de oración y amor al sacrificio y a la resignación necesaria para soportar con paciencia las penas de todos los días. Al recibir a Jesús sacramentado, nos sentiremos animados de la fuerza necesaria para obrar siguiendo su ejemplo divino, es decir, para hacer nuestras acciones con calma, recogimiento, dulzura, sin esa actividad febril que a veces nos distrae del recogimiento interior.

Todas nuestras oraciones, unidas a las oraciones del divino Redentor y Modelo, y embalsamadas por el aroma de su recuerdo, nos llevarán poco a poco a hacernos semejantes a él por la modestia, la humildad, con las que nos desprenderemos de la tierra y nos uniremos para siempre con el sumo Bien. De esta manera que establecerá en nuestros corazones el reinado de la gracia o de Jesús, y entonces nuestros pensamientos, palabras, acciones, toda nuestra conducta, serán el fruto de nuestra unión con él.

¡Oh Jesús!, ¿por qué no habría yo de ser así? Comprendo, sin embargo, que mientras EN MI DOMINEN el amor propio, la cobardía, la pereza y las malas inclinaciones, esa unión mía contigo, desgraciadamente, no será posible; por eso te ruego que, por intercesión de María, tu dulcísima Madre, hagas que mi corazón se asemeje al tuyo; que mi voluntad y mis obras estén siempre en perfecta armonía con tu divino beneplácito.

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