JUEVES DE PENTECOSTÉS

 EL DON DE TEMOR DE DIOS

Según Santo Tomás, el don de Temor produce el temor de perder a Dios o de separarse de él por el pecado. El pensamiento de Dios, de su majestad, de su justicia, de su santidad, el recordar siempre con respeto su DIVINA PRESENCIA, habrán de producir de un modo natural en nosotros un santo temor filial de ofenderle. Y así como nadie sería capaz de violar un precepto, de no cumplir una real orden estando en la presencia del príncipe que la promulgó, tampoco podríamos atrevernos, si fuéramos temerosos de Dios, a ofenderle directamente o a pecar al alcance de sus miradas divinas.

Aquellos infames ancianos que tentaron a la casta Susana "desviaron sus ojos para no mirar al cielo y para no acordarse de sus justos juicios (Daniel 13, 9)". La casta heroína, por el contrario, respondió a los despreciables seductores: "Mejor es para mí caer en vuestras manos sin haber hecho tal cosa, que pecar en la presencia del Señor (Daniel 13, 23)", teniendo más imperio sobre su corazón el santo temor de Dios que las amenazas de muerte de aquellos malvados en su afán de seducirla. Prefirió perder la vida antes que ofender al Creador.

Así debiéramos obrar nosotros. Debiéramos poder decir como San Alfonso Rodríguez: "Señor, antes sufrir todas las penas del infierno que cometer un solo pecado venial." Sí, porque un solo pecado venial, en cuanto hiere la infinita Majestad de Dios, es un mal mucho más grande que todos los suplicios materiales de la otra vida.

Según San Basilio, todo cristiano, animado de sentimientos filiales hacia Dios, no de sentimientos de esclavo, teme disgustar al Señor hasta en las más pequeñas cosas, y añade la Sagrada Escritura: "El que teme a Dios nada desprecia. (Eccl. 7, 19)." No desprecia ninguno de sus deberes de estado, de sus prácticas piadosas, de las precauciones útiles o necesarias para perseverar por el buen camino; por lo mismo será recatado en las miradas, sobrio en las comidas, no se fiará de si y evitará cuidadosamente cualquier peligro, cualquier ocasión que pueda manchar la pureza del corazón e  inquietar la delicadeza de la conciencia.

¡Oh Dios mío! ¡Cuántas veces me dejo llevar de la disipación, confío demasiado en mí mismo, cedo a los impulsos de verlo todo, de oírlo todo y de decirlo todo, aunque me expongo por ello a ofenderte con frecuencia! Haz, te lo ruego, que sepa moderarme, que me VIGILE atentamente para que no siga multiplicando mis faltas en detrimento de tu gloria.

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