VIGILIA DE PENTECOSTÉS

 MARÍA Y EL ESPÍRITU SANTO

Cuando María fue elevada por el Espíritu de Amor a la mayor santidad, con la altísima dignidad de Madre de Dios, y al ser también Madre nuestra recibió abundantes gracias PARA CRIAR a sus hijos espirituales y poderlos formar a semejanza de Jesús, nuestro divino Modelo. María puso de manifiesto este privilegio cuando por su palabra y presencia infundió a su prima Isabel el don de profecía y santificó el alma de Juan Bautista. Porque entonces, como en todas las circunstancias de su vida, la veremos intervenir en cuanto se refiere a dispensar a las almas los beneficios de la Redención.

El día de Pentecostés, el Espíritu Santo descendería primeramente sobre María y luego sobre los Apóstoles. "Vino de pronto un ruido del cielo, como de viento impetuoso, llenando toda la casa en donde estaban. Y aparecieron unas como lenguas de fuego que se repartieron y pusieron sobre cada uno de ellos (Hechos 2, 1-3)." Recibieron entonces los Apóstoles las gracias necesarias para su misión, y seguramente les fueron concedidas por mediación de María que, como una Reina, se encontraba en medio de ellos. La oración de la Virgen, unida a las disposiciones interiores de los Apóstoles, ayudaría de modo eficacísimo a que sobre éstos se derramara la plenitud de sabiduría y santidad que recibieron aquel día.

También deberemos nosotros AGRADECER a la intercesión de María los abundantes socorros que habremos de recibir del Espíritu Santo. "Todos los dones, todas las virtudes, todas las gracias, dice San Bernardino de Sena, son dispensadas por las manos de María, que las otorga a quien ella quiere, cuando quiere y como quiere." Y la Virgen quiere colmarnos de beneficios, mucho más de lo que nosotros deseamos recibirlos. Dice San Alfonso que así como el fuego penetra el hierro y lo inflama totalmente, así el Espíritu Santificador penetra el alma de María Santísima, que no tiene más que inclinarse hacia nosotros para llenarnos de ese mismo Espíritu divino.

Examinémonos y veamos si no existen en nosotros ciertos obstáculos, que nos hacen indignos de recibir las pruebas de su amor maternal. ¿No estamos quizá engreídos y no nos sentimos orgullosos de nosotros mismos en vez de humillarnos, meditando en nuestra nada? ¿No nos distraemos con demasiada frecuencia, no permanecemos fríos e indiferentes en vez de desear ardientemente nuestra unión con Dios?

¡Oh amable Reina de los Cielos y Reina de mi corazón!, con qué menguado amor y confianza me dirijo a ti en mis oraciones. No te olvides de que eres la Madre de la Misericordia y trátame como a un pobre enfermo que necesita de tus cuidados amorosos, Dígnate curar mis heridas y cicatrizar las llagas de mi alma. Para alcanzarlo, atráeme hacia el Espíritu Consolador, Médico divino que cura todas las enfermedades y cierra todas las heridas. Y haz que en unión de la Iglesia repita con frecuencia en este día: Riega, ¡oh Espíritu Santo!, lo que es árido, cura lo que está enfermo.

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