SÁBADO DEL CORPUS

 MARÍA Y LA EUCARISTÍA

El santo Sacrificio de la Misa rememora diariamente los misterios de la vida y muerte del Salvador a los que estuvo asociada la Virgen María. La Encarnación del Verbo se manifiesta a nuestra devoción en el momento de la Consagración; entonces la palabra del sacerdote se hace en cierta forma creadora, así como lo fue la palabra de María. Por las palabras de la Consagración, la substancia del pan y del vino se convierte en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo, naciendo de nuevo Jesús en nuestras iglesias del modo más prodigioso. El altar se convierte en el pesebre de Belén, los paños sagrados recuerdan sus pobres pañales y los fieles que le adoran representan a los pastores y a los Magos que acudieron a la gruta de Belén para rendir al Niño sus homenajes de amor y respeto.

El sacerdote, en la Misa, ofrece al Padre Eterno la Víctima divina, así como María Santísima había también ofrecido a Dios esa misma Víctima en el Templo de Jerusalén, y especialmente sobre el CALVARIO, colaborando grandemente con Jesús en la obra de la Redención. -El Sacrifico del Altar es en substancia el mismo que el de la Cruz; únicamente se diferencian ambos sacrificios en la forma de ser ofrecidos. La santa Misa nos recuerda lo acontecido en el Gólgota, donde la voz del Unigénito de Dios proclamó a María por Madre nuestra. ¡Oh, qué dulce recuerdo, que hace estremecerse de gozo el corazón del cristiano! Jesús, trigo escogido y sagrado, al ser molido en los tormentos, se hizo nuestro Pan de Vida, y este hecho se realizó bajo las miradas y con el consentimiento de María, su Madre. Cuando bajaron de la Cruz el cuerpo ensangrentado de Cristo y lo colocaron en brazos de la Virgen, ésta lo ofreció entonces a los hombres, como Víctima purísima con la que habrían de alimentarse para reconquistar la inmortalidad. ¡Cuán inefables son estos misterios, rememorados en el santo sacrificio de la Misa y en las Comuniones!

Procuremos no apartar nunca de la memoria estos misterios, y al asistir al augusto SACRIFICIO del altar participemos de los mismos sentimientos de dolor que animaban a María Santísima al pie de la Cruz: sentimientos de horror hacia el pecado, causa de la muerte de Dios; sentimientos de agradecimiento, de confianza y de amor hacia Jesús crucificado, que se inmola de nuevo sobre los altares. Cuando recibamos al Señor en el BANQUETE EUCARÍSTICO, recibámosle llenos de amor, como María, su Madre, lo recibió entre sus brazos cuando fue bajado de la Cruz; y a ejemplo de María, llenémonos de un gran deseo de abnegarnos por nuestro Salvador, que de tal manera quiso anonadarse por nosotros.

¡Oh Virgen Santísima! El cuerpo sacratísimo de tu Hijo divino fue colocado en un sepulcro nuevo, abierto en peña viva; antes le habían embalsamado con especies aromáticas y le habían amortajado con lienzos blancos. No permitas que mi corazón, que con tanta frecuencia le recibe, pueda estar manchado ni aun con culpas leves ni apegos terrenales. Házmelo puro, renuévalo y confórtalo para que pueda servir a Dios fielmente: perfúmalo con los aromas de la piedad, de la pureza y de la devoción, para que en él tenga Jesús una morada agradable, ya que se digna visitarlo con tanta frecuencia y con tanto amor.

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