18 DE JULIO

 COMPUNCIÓN DEL CORAZÓN

La compunción o contrición habitual nace principalmente en nosotros del horror al pecado y del dolor de haberlo cometido. Los santos, aun los más inocentes, lloraron toda su vida sus faltas más ligeras y sus imperfecciones. ¿Cómo no nos doleremos nosotros por nuestros pecados, tan graves y tan numerosos? Un solo pecado mortal es una injuria a las perfecciones de Dios, es un flagrante ultraje contra la MAJESTAD SANTÍSIMA DEL SEÑOR; es un mal aún más deplorable que la destrucción del universo; es merecedor de SUPLICIOS ETERNOS. ¿Cómo olvidarse de esto quien tuvo la desgracia de caer en él? Adán lloró su desobediencia durante más de novecientos años, y no la lloró todavía bastante. "Pecar una sola vez, asegura Tertuliano, es lo suficiente para llorar eternamente." ¡Cuántos motivos para derramar abundantísimas lágrimas, nosotros que tantas veces hemos pecado!

Pero si en el pensamiento de haber ofendido al Creador y merecido el infierno es capaz de hacernos gemir, ¡cuánto más deberá llenarnos de dolor el pensamiento de haber hecho sufrir a nuestro REDENTOR! De esto no pudo jamás consolarse Santa Margarita de Cortona. Supongamos que, dejándonos llevar de la ira, hubiéramos cometido el crimen de apuñalar a nuestros padres; nunca podríamos olvidar nuestra maldad. Sin embargo nos hemos atrevido, quizá a sangre fría y acallando los remordimientos de conciencia, a hollar bajo nuestras plantas al Unigénito de Dios (Hebr. 10, 19), y a crucificar en nosotros mismos al Hijo de Dios, exponiéndole al escarnio (Hebr. 6, 6), al Hijo de Dios, que después de habernos dado la vida del alma, nos alimenta con su carne sacratísima. ¡Qué monstruosa ingratitud, qué terrible atentado, digno de ser llorado con lágrimas de sangre durante toda la eternidad!

Y lo que más debe acrecentar nuestro dolor es el TRISTÍSIMO ESTADO a que hemos reducido NUESTRA ALMA por el pecado. Aunque hayamos recobrado la vida de la gracia y los méritos perdidos, ¿no sentimos, como dijo San Pablo, "otra ley en nuestros miembros, la cual resiste a la ley de nuestro espíritu (Rom. 7, 23)"? Las tres concupiscencias de las cuales habla San Juan, ¿no batallan sin cesar en nosotros? Además, ¡qué espesas tinieblas oscurecen la razón, cuánta debilidad y cuánta malicia en nuestros corazones! ¿No somos, a caso, una ciénaga, en la que, como insectos y sabandijas repugnante, pululan los vicios? Sin cesar nos exponen estos vicios a la muerte del pecado y a la muerte eterna. ¡Cuán funesto ha sido para nosotros el pecado original y cuán funestas nuestras propias culpas.

¡Oh Jesús mío! Tú, que sentiste cómo la tristeza mortal invadía tu alma en el Huerto de los Olivos, da a mi corazón contrición vivísima y animada por los más puros motivos. Hazme llorar:1º el ultraje que, al rebelarme contra ti, inflijo a tus infinitas perfecciones y la desgracia de haber merecido el infierno; 2º la ingratitud que me hizo renovar con mis ofensas tu Pasión tan amarga y dolorosa; 3º el daño inmenso que el pecado causa a mi alma, despojándola de la gracia y de todo mérito, y haciéndola esclava de las pasiones más viles y tiránicas. -¡Oh Madre de Dolores!, concédeme por tu poderosa intercesión las lágrimas del más sincero arrepentimiento, sobre todo cuando haga por las noches el examen de conciencia y me acerque al santo tribunal de la Penitencia.

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